Desistir o resistir

ABC 14/09/15
ISABEL SAN SEBASTIÁN

· La Historia nos enseña que el apaciguamiento siempre se acaba pagando

LAS cosas han llegado en Cataluña a un punto de no retorno que solo abre dos caminos a los ciudadanos respetuosos con las reglas que dictan a la vez la democracia, el raciocinio y la cartera: desistir o resistir. Pasó el tiempo de las apelaciones genéricas a la verdad histórica, el sentido común o el pragmatismo antaño asociado al célebre «seny» del que solían presumir los oriundos de esa tierra. Es demasiado tarde para tratar de convencer con argumentos lógicos a quienes han hecho bandera de un independentismo fundado a partes iguales en mitos victimistas y promesas mesiánicas de imposible cumplimiento. No hay diálogo, negociación ni «mejor juntos» que valgan, por la sencilla razón de que los apóstoles de la secesión, a la cabeza de los cuales se ha situado el presidente de la Generalitat, máximo representante del Estado en la región, han cruzado con fanfarria el rubicón de la legalidad y se aprestan a llevar su desafío hasta las últimas consecuencias, aun a costa de arrastrarnos a todos a un abismo de inestabilidad. Una sima especialmente sombría para los empresarios y trabajadores afincados en dicha comunidad, pero que el resto de los españoles también hemos empezado a pagar a través de la prima de riesgo y la paralización de inversiones que están esperando a ver qué sucede con el «monotema». Es hora de poner pie en pared y son los propios catalanes los máximos interesados en hacerlo de forma elocuente.

Hay dos resultados posibles el próximo día 27: que gane por mayoría absoluta de escaños la opción separatista o que resulte derrotada por la suma de las fuerzas opuestas a tal desafuero. Todo lo demás es y será lo de menos. El estatuto de la discordia, aprobado en 2006 como consecuencia de una iniciativa totalmente irresponsable de Maragall, respaldada por el todavía más irresponsable Zapatero, no consiguió movilizar ni a la mitad de la ciudadanía, pese a lo cual salió adelante y nos ha traído hasta aquí. La legislación vigente en España no exige un mínimo de participación para legitimar unas elecciones, lo que significa que el vencedor se hace con todo el poder, sea cual sea el porcentaje del censo que vote. Dicho de otro modo; quien piense que puede «pasar», irse a la playa, ahorrarse el paseo hasta el colegio electoral y dejar que sean otros (léase gobierno de la Nación o Unión Europea) los encargados de velar por sus derechos se equivoca de medio a medio.

Los partidarios de la secesión van a ir a votar en masa, como salieron masivamente a demostrar su fuerza en la Diada. Eso es seguro. Los catalanes deseosos de seguir siendo españoles, primero, y los españoles convencidos de que Cataluña es España, después, tenemos ante esa certeza dos líneas de defensa sucesivas, con distinto nivel de coste. La más avanzada, situada en esas elecciones planteadas como un plebiscito, consiste en otorgar una mayoría clara a las fuerzas que se atreven a negar sin ambigüedades un presunto derecho a la autodeterminación tan ajeno a nuestro ordenamiento jurídico que sus propios patrocinados han de referirse a él con un eufemismo al uso conocido como «derecho a decidir». Si fracasa, la segunda, esa suspensión de la autonomía prevista en el artículo 155 de la Constitución, que el ministro Margallo llama una «bomba atómica», sería un último recurso que, en el caso de aplicarse (y dada la actitud mantenida hasta la fecha por todos los gobiernos de España no deja de ser una incógnita), tendría un riesgo elevado. Claro que la alternativa, dejar que se consumara un acto de sedición como el que se nos anuncia, constituiría sencillamente una traición a España. Ambos escenarios resultan sumamente inquietantes, por lo que el desistimiento puede aparecer como un camino apetecible para el pusilánime empeñado en evitar a cualquier precio el conflicto. La Historia nos enseña, empero, que el apaciguamiento siempre se acaba pagando y que, como decía Camus, «de los resistentes es la última palabra».