Ignacio Camacho-ABC

Nada queda del felipismo; visto en perspectiva, Sánchez lo ha convertido en un paréntesis de la historia socialista

Con su guasa vitriólica decía la semana pasada Alfonso Guerra que la derecha, falta de referentes, lo había escogido a él por sus opiniones sobre (contra) el nacionalismo. Y no le falta razón al antiguo vicetodo de González, cuyo enorme talento político resalta aún en medio de este erial de ignorancia adanista pese a los vicios de origen incubados en aquel brillante período. Pero su sarcasmo incisivo elude la dolorosa realidad de que donde no se escuchan sus sensatos juicios es en el seno de su propio partido, en el que ha desaparecido todo atisbo de criterio autocrítico aunque provenga de las personas que hicieron posible su ciclo más eficiente y positivo. Éste es el drama actual del PSOE: que

se ha convertido en agente colaborador del anticonstitucionalismo desdeñando su experiencia histórica y haciendo el vacío a quienes le prestaron su mejor servicio. Que quiere extender sobre la etapa felipista un velo de olvido para que la memoria no estorbe los compromisos del sanchismo.

Existe en la sociedad española una tendencia benévola a creer en una socialdemocracia que ya no existe porque Sánchez la ha liquidado. Los mandatarios territoriales carecen de fuerza estructural y de audacia personal para enfrentarse al liderazgo, y los dirigentes retirados son ya sólo voces ermitañas que claman en la soledad de un páramo, veteranos predicadores de la responsabilidad de Estado. El peso de la nomenclatura intermedia ha sido aventado por el método plebiscitario, que ha transformado al secretario general, escarmentado por su defenestración en aquel tormentoso golpe de mano, en un jefe autocrático al que el comité federal escucha sin un reparo. Hasta la otrora combativa Susana Díaz ha replegado su vigor partisano en busca de una indulgencia -que no obtendrá- para continuar en su cargo. Guerra también eliminó contrapesos y disidencias, pero al menos impuso su autoridad de facto sin atreverse a cambiar a plumazos el modelo orgánico. El mito del barón rampante autonómico, que en realidad nunca existió, ha caducado: esas tímidas objeciones a la política de pactos son trucos mal disimulados para camuflar ante sus votantes la evidencia de un vasallaje feudatario.

Cuando González dijo que la estabilidad de la Transición constituyó una feliz anomalía, un afortunado paréntesis en la historia de la nación española, quizá olvidó decir que, visto en perspectiva, el felipismo lo fue en la del Partido Socialista. Primero ZP y luego Sánchez lo han devuelto a la tradición republicana, la del sectarismo cainita de Largo Caballero que Azaña lamentaba con tardío y atormentado desasosiego. En el imaginario colectivo, las siglas del PSOE siguen inspirando respeto porque la opinión pública aún no ha reparado en que ya sólo forman la carcasa nominal de un proyecto hueco. Rubalcaba, el último eslabón de la cultura del consenso, lo vio venir pero está muerto.