- La ciencia demuestra que las sociedades exitosas se centran en lo común y no en las diferencias, pero el Estado autonómico español avanza en sentido contrario.
En la conferencia de presidentes celebrada el 30 de julio en Salamanca se vio, una vez más, el fracaso español. Con una Generalitat catalana que se negó a asistir y un presidente del Gobierno vasco dedicado únicamente a arrancar cosas al conjunto, el panorama no podía ser más deprimente. Lamentablemente, esa es la España de las autonomías y las nacionalidades que con tan buena intención se pensó: un zoco de egoístas que van a lo suyo.
La sociedad española no tiene quien le explique que la diversidad es importante, pero que la unidad en lo común es cuestión de supervivencia. El pasado nos ha legado instituciones y conceptos que no llegamos a entender. Y en opinión de las ciencias sociales más modernas (las evolutivas), estas instituciones son también consecuencia de la selección natural.
Dice el antropólogo Joseph Henrich en su libro The WEIRDest People in the World que las instituciones son “inescrutables” para quienes andan sumergidas en ellas como “un pez en el agua”. La evolución cultural opera tan sutilmente que no somos conscientes de que está en marcha. “La gente raramente entiende por qué o cómo funcionan sus instituciones, o ni siquiera que hagan algo. Las teorías explícitas de la gente sobre sus propias instituciones son post hoc y casi siempre erróneas” dice Henrich. El Estado moderno podría ser una de esas instituciones.
Vivimos en la ignorancia de la historia íntima de las sociedades. Las disciplinas evolutivas no sólo estudian cómo los organismos se adaptan o cómo cambian las frecuencias de los genes. Según los estudiosos de vanguardia, también es capaz de conjeturar cómo evolucionan las sociedades y cómo cambia la frecuencia de sus rasgos culturales.
Otro antropólogo, Peter Turchin, dice en su libro Ultrasociety que lo que distingue una sociedad de una mera agrupación de individuos es la cooperación, es decir, la gente trabajando por una idea común. Las colectividades menos cohesionadas son absorbidas o eliminadas.
La fragmentación moral es un retroceso inquietante a mundos convulsos que ya hemos olvidado
En España se han puesto en funcionamiento mecanismos político-administrativos que se formulan como juegos de suma cero. Lo que unos arrancan, el conjunto lo pierde.
“Hoy, España es una suma inconexa de despieces donde ya no se distingue cuerpo principal ninguno” dice Xavier Pericay en su artículo El despiece español. Esta subasta inclemente degrada los lazos de afecto y de confianza, ese bien que tanto preocupa a los investigadores sociales.
Alexis de Tocqueville decía que la confianza generalizada era el ingrediente crítico para la acción colectiva, el crecimiento económico y el gobierno eficaz. Efectivamente. Las sociedades que no logren desarrollar o sostener un stock de mecanismos culturales que mantengan la cooperación y permitan la cohesión no conseguirán mantenerse.
No es ninguna broma. La fragmentación moral es precursora de la fragmentación política y un retroceso inquietante a mundos convulsos que ya hemos olvidado. Las actuales naciones europeas (España entre las más antiguas) pacificaron territorios y pueblos antes inmersos en incansables luchas intestinas.
Europa contaba con 5.000 unidades políticas independientes (sobre todo baronías y principados) en el siglo XV. 500 en la época de la Guerra de los Treinta Años (a principios del siglo XVII). 200 en la época de Napoleón (a principios del XIX). Y menos de 30 en 1953.
Calcula Turchin que entre el año 1500 y el 1800, las unidades políticas europeas estuvieron en guerra entre el 80 y el 90% del tiempo. Dice también que las cosas fueron todavía peores durante los 500 años anteriores. Inglaterra, por ejemplo, estuvo en guerra la mitad del tiempo entre el año 1100 y el 1900.
La evolución de las sociedades hacia la integración de los vecinos ha sido el camino hacia comunidades más pacíficas
No cabe duda de que la paz y prosperidad actuales se deben a la ampliación del círculo de pertenencia. Ante esto es ignorante osadía que los nacionalistas vascos y catalanes sigan presumiendo de modernidad por rechazar una España supuestamente anclada (los que aún queden) en la idea de la unidad de todos sus ciudadanos.
Esta no es sólo una postura oportunista que consagra el poder de las oligarquías locales. Es también una postura profundamente anticuada y desinformada.
Peter Turchin señala que la competencia dentro del grupo “lleva a la destrucción de la cooperación”. En ningún caso llama a anular la diversidad. Como dice Turchin, la evolución opera porque la diversidad existe. Y lo que vale para la genética vale para la diversidad cultural a nivel de grupo. Cuando a diferentes equipos, empresas o regiones se les permite experimentar distintas maneras de hacer las cosas, estos descubren las que funcionan mejor y las adoptan. Y entonces el conjunto se beneficia de ello. La igualdad no sería cortarle las alas a Madrid, por ejemplo.
Las sociedades exitosas (como serían las occidentales, las WEIRD según Henrich) favorecen menos a los familiares, a las comunidades locales y al propio grupo étnico. Hay una gran diferencia entre el nacionalismo que discrimina en favor de los propios y el patriotismo que une a los distintos.
La evolución de las sociedades modernas hacia la integración de los vecinos ha sido el camino para conseguir comunidades más seguras y más pacíficas. La gente ha tenido (y tiene) incentivos de vida o muerte para hacer que esas comunidades funcionen y crezcan lo más posible. Las unidades de integración que conocemos actualmente son bienes preciosísimos.
Y, por ello, es un crimen moral esa frivolidad y ese oportunismo que intenta boicotearlas.
*** Teresa Giménez Barbat es escritora y exeurodiputada.