La apoteosis del populismo

FERNANDO R. LAFUENTE – ABC – 25/02/17

· «Vivimos el mayor auge del populismo desde las primeras décadas del siglo XX. Y nadie cuenta de manera razonada ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Será cierto eso que se ha repetido, por fas y por nefas, de que todos los comienzos de siglo se parecen?»

Cuándo empezó todo? Alguien, los historiadores del futuro, aunque, como sabemos, el futuro no tiene historia, porque el futuro no existe, buscará una fecha, una pista, unos nombres, un lugar, un hecho o un acontecimiento extraordinario. Y lo escribirá. Pero para entonces, para cuando todo se explique de la manera tan natural y concienzuda, y documentada, y sensata que se explica hoy por ejemplo, la Segunda Guerra Mundial, muchos ya no estaremos para verlo, o leerlo. La cuestión es que vivimos el mayor auge del populismo desde las primeras décadas del siglo XX. Y nadie cuenta de manera razonada ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Será cierto eso que se ha repetido, por fas y por nefas, de que todos los comienzos de siglo se parecen?

El populismo es el fantasma que, esta vez, no sólo recorre Europa sino el mundo entero. Sólo un brevísimo repaso a cómo están las cosas permitirá contemplar el panorama desde el puente del presente. ¿Por dónde comenzar? ¿Por la crisis económica? Adelante, niveles de desempleo insoportables en Grecia y España, desmoronamiento de las clases medias, desconcierto europeo, irrupción de las redes sociales, pérdida de influencia de los medios de comunicación escritos, profunda banalización del debate político (encenagado en el populismo efímero y circense de la televisión), desaparición (u ocultamiento) de la inteligencia y, entre otros, hinchazón de la ya autista burbuja universitaria, encerrada en sí misma y en su funesta endogamia.

Las consecuencias políticas, porque todo en la vida pública es política y termina derivando a esa ladera, son más que evidentes: Brexit con un exégeta de la cosa de la catadura de Nigel Farage. La fatal irrupción de Donald Trump no ya en la esfera política estadounidense sino en el planeta Tierra. El patinazo del bueno de Renzi en Italia, con un referéndum inoportuno e innecesario. El homérico derrumbe de Hollande en Francia, y la sombra tan alargada como la de un ciprés de Le Pen al otro lado de los Pirineos.

Los inquietantes atisbos de autoritarismo, no sólo político, sino moral y cultural, en naciones como Polonia y Hungría; el que parece imparable subidón de Wilders en los Países Bajos. La voluntad de romper Bélgica por parte de los partidos nacionalistas flamencos. El triunfo in extremis de un sosegado ecologista en Austria, que fue en la prórroga y de penalti. La deriva falsamente bolivariana en Latinoamérica con el equipo titular: Maduro, Morales, Correa y para liarlo más el No en el referéndum (qué obsesión) de Colombia.

Pero rueda la bola, porque al otro lado, Japón se rearma, en Filipinas un tal Ruterte ha sembrado algo más que la confusión y el miedo. Para que nada falte en este cóctel de tormentas y diluvios, Erdogan, en la puerta de Asia, alardea de detenciones, prohibiciones, persecuciones y lo que haga falta en una muestra de autoritarismo apenas sospechado un tiempo atrás. Con Trump al teléfono, Putin continúa su paseo por Europa, primero Crimea, después Ucrania. Y los vecinos, sin rechistar. ¿Y España? Pues como siempre ha sido una nación singular, este fenómeno del populismo se produce en dos versiones, a elegir: un populismo simplón y viejuno que dice ser de izquierdas y un populismo de raíz étnica y milenarista de terrible corte nacionalista, con la etiqueta de independentista.

Lo cierto es que el populismo, como se repitió ya, de manera especial y dramática, en los años treinta del siglo XX, se cocina en el antiintelectualismo. En el desprecio, cuando no la chanza hacia los matices, las complejidades, los fogonazos creativos y todo lo que implica un mínimo rigor, un sólido (viva lo líquido) conocimiento. Las redes sociales han sido determinantes, junto a la traición de las televisiones. La vida es un reality show, pero la vida es riesgo, no espectáculo. Todo se mueve por audiencias, por simulaciones, por ensimismamientos narcisistas (¿qué es sino el «selfie»). El virus es letal. El contagio inevitable. ¿Cuál es el mejor libro? El más vendido. ¿Qué museo tiene éxito? El más visitado. ¿Qué música se difunde? La más escuchada (curioso círculo envenenado). ¿Qué películas son las que hay que ver? Las que más se ven. ¿Qué ropa hay que vestir? Las marcas que todos llevan (los que pueden, claro). Así comenzó el descrédito de la opinión crítica, hasta convertirse en comentario, cuando no en fugaz ocurrencia.

Leo Wieselter escribió, y no era Trump presidente de Estados Unidos todavía, en The New Republic: «No tenemos que ser una nación de intelectuales, pero no debemos ser una nación de idiotas». Sólo un pensamiento claro, que prime la inteligencia y respete el conocimiento anunciaría la salida de este cochambroso carnaval. Se ha dinamitado «el prestigio cultural de la razón», lo que para Stuart Mill eran las «personas intelectualmente activas». Al derrumbe se ha colaborado también desde dentro de los círculos y ámbitos denominados mediáticos, académicos e intelectuales. Sin duda.

El cineasta español Jaime Rosales, autor de una extraordinaria película que muestra uno de los aspectos de la crisis, Hermosa juventud, lo ha definido, y nos ha definido sin medias tintas: «Vivimos anestesiados, y el cine que me interesa hacer intenta, de alguna manera, despertar esas conciencias y sacudir el entorno que somos todos». Anestesiados. Qué lejos de estas sublimes (e ingenuas) palabras de Thomas Carlyle: «Invéntese la escritura y la democracia será inevitable». Se inventó la escritura y el sueño de la razón produjo monstruos. El presente es un enorme y grandioso cuadro de Goya, colgado junto a las extraordinarias Pinturas negras de la Quinta del Sordo. Un formidable esperpento de dimensiones internacionales.

Raoul Frary, en Manual del demagogo (1884), espléndidamente traducido al español por Miguel Catalán (Sequitur, 2016), escribe: «Un antiguo favorito de Luis XIV decía que la desgracia no sólo hace a los hombres infelices, sino también ridículos (…) Heredero de nuestros reyes, el pueblo soberano no inflige un castigo menos riguroso a quienes pretenden servirle sin escuchar otras cosas que su conciencia, o hablarle con una franqueza sin límites. El ambicioso no está obligado a ser un hombre deshonesto; esto ni siquiera sería hábil. Pero si se obstina en ser siempre sincero, en decir cuánto cree verdadero, en aconsejar todo cuanto cree útil, deberá resignarse a todos los desengaños, y especialmente al peor de todos: casi nadie le hará justicia, y será calumniado cuantos más sacrificios haga a su conciencia. No tenéis en ello mucho que os pueda tentar». Pues a éstas hemos vuelto.

FERNANDO R. LAFUENTE ES SECRETARIO DE REDACCIÓN DE LA REVISTA DE OCCIDENTE – ABC – 25/02/17