El Correo-IVÁN IGARTUA, Catedrático de Filología Eslava de la UPV/EHU

  • El fracaso de la «operación militar especial» puede hacer tambalear las bases autocráticas a las que Putin había fiado su objetivo de gobernante vitalicio

El pintor kievita Kazimir Malevich creó en 1932 el cuadro ‘La casa roja’, un extenso paisaje estepario en cuyo centro se levanta un edificio de un rojo intenso en el que lo más llamativo es, sin embargo, la ausencia de puertas y ventanas. Una casa cerrada a cal y canto. Más que una casa, una cárcel solitaria en la inmensidad del entorno. Como aquella en la que estuvo preso el propio Malevich, fundador de una corriente artística, el suprematismo (no confundir con supremacismo), que como todo movimiento de vanguardia, con la excepción inicial del futurismo, fue pronto sacrificado en el altar del método único, el realismo socialista.

Más de uno vio en ‘La casa roja’ la representación estilizada del régimen soviético, en lo que este tuvo de cancelación de todas las libertades, de silencio imperturbable de una sociedad amedrentada y cautiva. La casa cerrada simboliza el abismo de la desesperanza, la asfixia de una existencia sin ventanas al mundo exterior. Una metáfora que tomó cuerpo en proyectos reales como la casa del malecón, el edificio en Moscú a orillas del río Moscova que ocuparon desde 1931 agentes del régimen con responsabilidades diversas y que fue convirtiéndose, como ha historiado formidablemente Yuri Slezkine en ‘La casa eterna’ (y antes había novelado Yuri Trífonov), en una jaula letal para muchos de sus habitantes.

Tras el final del periodo soviético y algún conato de democratización que no duró más de unos meses, la sombra de la casa roja ha vuelto a oscurecer el destino de Rusia y, con él, el de sus vecinos (que se lo pregunten, si no, a los ucranianos). La retirada de la licencia al periódico ‘Novaya gazeta’, último reducto de libertad restringida en el territorio ruso, ha cerrado la última ventana que aún permanecía apenas entreabierta.

El proceso había comenzado años atrás, dentro de un plan con poca improvisación y objetivos bien establecidos, minuciosamente encaminados a desmantelar todas y cada una de las reformas aperturistas que había auspiciado Mijaíl Gorbachov; solo quedaba asestar a la libertad de prensa, una actividad delictiva para el Kremlin, el golpe definitivo. Sin posibilidad de contraste, sin opción a recibir ninguna clase de información que no sea la oficial, la sociedad rusa engullirá sumisa -o eso piensan sus mandatarios- cualquier falsedad que sirva a los fines del régimen.

Se trata, a fin de cuentas, de reeditar el esquema de antaño, aunque las circunstancias hayan cambiado irreparablemente. Y si los ciudadanos no se creen el mensaje oficial, pensará el gran estratega o algún nuevo ingeniero de almas, simplemente simularán que se lo tragan, como se ha hecho siempre, al menos desde los años treinta del siglo pasado. Solo quienes puedan (que nunca serán muchos), abandonarán la jaula, aunque el terror sembrado a lo largo de décadas los mantendrá atenazados -y por tanto inocuos para el régimen- durante el resto de sus vidas.

Pero es probable que la receta infalible tenga los días contados. El fracaso de la «operación militar especial», traducida en un intento calamitoso de intervención relámpago y ahora en una llamada guerra de desgaste que está consumiendo fundamentalmente al mermado ejército ruso, puede hacer tambalear las bases autocráticas a las que Putin había fiado su futuro de gobernante vitalicio. Una derrota en el terreno bélico como la que parece avecinarse tras la contraofensiva ucraniana es algo difícilmente gestionable para el Kremlin. Es al mismo tiempo una humillación imperdonable para los sectores que han apoyado al Gobierno, una humillación que se buscaron ellos mismos forzando una invasión falazmente cimentada en objetivos de defensa estratégica y en la aspiración -en palabras del ministro de Exteriores- de liberar a la sociedad ucraniana. La liberación se la está labrando Ucrania ahora a tiros, tirando de bravura y del convencimiento -que cualquier mente sana comprende y respalda- de que no les queda otra si quieren sobrevivir, si quieren conservar su país y su libertad, si no quieren caer de nuevo bajo la sombra alargada y siniestra de la casa roja.

El periodista y escritor francés de ascendencia rusa André Markowicz ha publicado un libelo titulado ‘Et si l’Ukraine libérait la Russie?’, pregunta que él mismo reconoce como indecente a la luz de las atrocidades que las tropas rusas están cometiendo en Ucrania. El atropello ruso, no obstante, puede tener a medio plazo el efecto de resquebrajar los muros unitarios en los que se ampara el régimen actual en Moscú, fisuras que empiezan a aflorar y que presagian tal vez el fin de la tiranía. Ciertamente, Rusia es hoy día la pesadilla de Ucrania, pero, aunque suene a paradoja, Ucrania puede a su vez ser la esperanza (ensangrentada) de Rusia. Su liberación, es decir, la derrota y expulsión de las fuerzas ocupantes tras meses de barbarie, será el inicio de la liberación de la propia Rusia.