José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- En la izquierda existe una parálisis ideológica defensiva, y en las derechas, una lógica ofensiva que responde a una oferta proteccionista en tiempos de profundas incertidumbresr
La izquierda está sonada y desmovilizada en Europa. Primero fue Francia. Marine Le Pen, con su Agrupación Nacional, obtuvo en las legislativas del 12 y 19 del pasado junio 89 diputados, después de haber disputado en abril con Emmanuel Macron la segunda vuelta de las presidenciales. El Partido Socialista se hundió en unas y en otras y se ha diluido ahora en el radicalismo de Francia Insumisa, liderado por Jean-Luc Mélenchon.
En Suecia, el pasado 11 de septiembre, el Partido Socialdemócrata y sus aliados fueron incapaces de superar a la conjunción de la derecha, liderada por el extremista Jimmie Akersson, de Demócratas Suecos, aliado con el Partido Moderado y el Cristianodemócrata. La primera ministra socialista, Magdalena Andersson, ha dimitido y resulta muy probable que Suecia, paradigma de la socialdemocracia fundada precozmente en 1889 y modelo del estado de bienestar, sea gobernado por un Ejecutivo duro de derechas.
El domingo en Italia, los tres partidos de la derecha encabezados por el ultra Hermanos de Italia, con el liderazgo de Giorgia Meloni, se han impuesto ampliamente tanto al Partido Democrático como al Movimiento 5 Estrellas, obteniendo mayoría absoluta en las dos cámaras. Por primera vez, gobernará la derecha radical en un país fundador de la Unión Europea. La izquierda (PCI, PSI) y la derecha (DC) tradicionales desaparecieron del país alpino a mitad de los años noventa del siglo pasado.
Ante esta emergencia de las derechas —unas conservadoras y otras radicales—, la izquierda europea —y nada digamos de la española—, en estado de perplejidad e incomprensión, solo alcanza a calificar el fenómeno como de fascismo o neofascismo. A tal punto que ha banalizado el concepto, privándolo de cualquier significación amenazante para millones de electores que entregan su voto a partidos y organizaciones así estigmatizados. Un reduccionismo intelectual.
Sin embargo, y como recordaba en El Confidencial el pasado día 23 el politólogo italiano Raffaele Ventura, el término ‘fascismo’ carece ya de significación. Si todo es fascismo, nada lo es. Y la ciudadanía —a la que los grandes dictadores del siglo XX le quedan lejos, sean Mussolini, Hitler o Stalin— se hace su composición de lugar prescindiendo del discurso de una izquierda que —lo recordaba también Ventura— nada ofrece como auténtica alternativa a las derechas que se expanden como mancha de aceite por los territorios europeos más insospechados.
Los dirigentes de los partidos de izquierda pueden sentirse cómodos, instalados en la teorización de estas derechas como nuevos fascismos, pero esa confortabilidad retrospectiva no explica la realidad sobre la que están incidiendo con un éxito que ella no logra. En la izquierda existe una parálisis ideológica defensiva, y en las derechas, una lógica ofensiva que responde a una oferta proteccionista en tiempos de profundas incertidumbres.
El fenómeno no es de ahora, aunque la pandemia y la invasión de Ucrania, con su cortejo de crisis económica y energética, lo han agudizado. La eclosión de la retrospección política e ideológica tiene su origen en 2016, cuando concurrieron dos hechos decisivos: el Brexit en el mes de junio y la elección de Donald Trump para la presidencia de Estados Unidos en noviembre.
Aquellos dos hitos tuvieron gran significación: la Unión Europea era contemplada como un inmenso aparato burocrático ineficiente por el Reino Unido, provocando un brote inédito de antieuropeísmo también en otros países, y las políticas de identidad de los demócratas norteamericanos, inspiradas en el progresismo de Barack Obama, olvidaron —lo escribe Marck Lilla en ‘El regreso liberal’— el nuclear concepto de ciudadanía, subordinándola a nichos electorales (ecologismo, feminismo, LGTBI, animalismo, antirracismo), confundiendo la parte por el todo. Trump fue la consecuencia.
El retorno de las ideas-fuertes sobre soberanía e identidad nacionales, la recuperación de determinadas opciones cívicas y morales —la confesionalidad, la familia— y la propuesta de no seguir permitiendo la supuesta dilución de la idiosincrasia colectiva por efecto de las avenidas de inmigrantes explican que las derechas se hayan convertido en opciones-refugio eficientes para electorados que temen la incertidumbre y desconfían de los efectos de la globalización. Mucho más cuando los males del siglo XX que se creían neutralizados —las pandemias y la guerra— vuelven a reproducirse en el presente.
España y Portugal parecen ser también la excepción ibérica política, además de la energética. Pero son excepciones temporales. Antes o después llegará la marea a nuestro país, porque el Gobierno de coalición ha optado por migrar al extremismo izquierdista abandonando los espacios tradicionales centrales. El tercer partido en el Congreso es intercambiable con cualquiera de los radicales de derecha de Hungría, Polonia, Francia, Italia, Dinamarca o Noruega. Y según las encuestas, el Partido Popular sumaría con Vox mayoría absoluta.
Inútiles ya los cordones sanitarios y desactivadas las alertas antifascistas, la izquierda tendrá que reinventarse, porque quizás el fenómeno de la emergencia de lo que ella denomina fascismo sea algo consecuente a su abandono de un proyecto político para mayorías. Como escribe Lilla, la izquierda se está autosaboteando.
Y, además, ha leído al revés ensayos de referencia para este momento histórico como ‘El ocaso de la democracia. La seducción del autoritarismo’, de Anne Applebaum, ‘Cómo mueren las democracias’, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, ‘La traición progresista’, de Alejo Schapire, o ‘El pueblo contra la democracia’, de Yascha Mounk. Por eso, cuando Pedro Sánchez se refleja en el presidente chileno, Gabriel Boric, y ambos se remiten a Salvador Allende, se explica lo que podría ocurrir electoralmente en nuestro país.