J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 17/08/14
· Las ‘morcillas’ de jueces y tribunales carecen de la más mínima legitimidad institucional.
La primera doctrina liberal sobre la separación de poderes consideraba, con una notable dosis de ingenuidad, que los jueces no eran sino ‘la boca de la ley’, dado que su función se limitaba a aplicar directa y literalmente las leyes promulgadas por los parlamentos. Siglos después sabemos que el papel de los jueces es mucho más complejo y rico que el de pronunciar en el caso concreto la sanción legalmente predeterminada en general, precisamente porque la individualización, interpretación y aplicación de la norma jurídica es una tarea que va mucho más allá de cualquier mecanicismo.
Ahora bien, este reconocimiento a su papel activo en la tarea de ‘decir lo que es el derecho’ en cada caso no justifica ni de lejos la que parece ser irrefrenable tendencia de algunos de nuestros tribunales a añadir a sus decisiones sus propias ideas o reflexiones sobre la vida, la sociedad, el sistema capitalista o lo que toque. Se trata de auténticas ‘morcillas’ que, singularmente los jueces de la Audiencia Nacional, imbuidos de un acusado sentido de su importancia y con cierta dosis de sobreactuación, gustan de incorporar a sus decisiones, a modo de adorno conceptual o de declaración periodística subrepticia. No parece sino que, impedidos como están de hablar directamente de política, aprovecharan la ocasión que les brinda un caso concreto para, sin que su razonamiento venga a cuento para la decisión adoptada, decir al público lo que íntimamente piensan.
La dificultad que plantean las ‘morcillas’ de los jueces y tribunales es la de que carecen de la más mínima legitimidad institucional. Es decir, que cuando el juzgador razona su interpretación y aplicación de la ley al caso concreto está cumpliendo con su función constitucional y, por ello, está democráticamente legitimado para decir lo que dice. Pero cuando se sale de ese su papel y nos cuenta cómo ve el mundo, o cómo le gustaría que fuera, carece de cualquier legitimidad para ello. Sus pensamientos valen lo que vale el de cualquier ciudadano, no más, pero (y en ello hay un fraude a su propia función) el juez se ha aprovechado del altavoz que el sistema le concede para difundir lo que no son sino sus propias ideas. Ha pervertido la institución pública que él es para sus desahogos particulares como persona. Cuando el juez hace esto no es la boca de la ley, sino la boca de su propia perversa incontinencia.
Me venían estas ideas a la mente al leer cómo una Sala de la Audiencia Nacional, con ocasión de razonar que la concesión de un premio por la alcaldía de Gernika al señor Otegi no parecía ser constitutivo de delito en ningún caso (algo muy razonable con lo que es difícil no estar de acuerdo), añadía a modo de reflexión particular que la concesión del premio en cuestión «vino a plasmar una voluntad de encuentro de ideologías en principio antagónicas, con fines de paz social y reconciliación, cosas, por cierto, de las que la sociedad española no está sobrada». ¡Ahí queda eso, pensarían los señores jueces después de parir tan sesuda reflexión!
O sea, digo yo, que estos ciudadanos togados piensan que entre la ideología del Sr. Otegi y la del Sr. Eguiguren existe un punto de encuentro en el que reside «la paz social y la reconciliación» y que la sociedad en general debería situarse en ese ‘meeting point’ en lugar de mantener caducos antagonismos. Sin duda, queda bonito, porque la de encontrar y describir ‘terceras vías’ ante cualquier conflicto es la idea bonita por excelencia de la corrección política, pero suscita inmediatas y acuciantes preguntas. Porque, verán, díganme ¿cuál es la ideología del Sr. Otegi en lo que interesa a este tema? No se me tachará de extremista si la describo como una doctrina que justifica el uso de la violencia terrorista para defender los derechos del pueblo vasco en el pasado, matizada por su renuncia a ella en la situación actual pero no por la ilegitimidad de dicha violencia, sino por su inadecuación táctica al momento político actual. En definitiva, que la violencia política está legitimada si la causa es noble, aunque prudencialmente sea aconsejable usarla o no en función de su utilidad social y política.
Bueno, y ¿cuál sería la posición ideológica del presidente del Partido Socialista de Euskadi sobre este tema? Estoy seguro de que, como todo el PSE, piensa que en un Estado de Derecho democrático la violencia política está radicalmente excluida como posibilidad misma. No cabe un ‘derecho de resistencia violenta’ frente a la autoridad, ni ciudadano ni popular, en un Estado constitucional. Sólo cuando ese Estado ha quebrado, y ha dejado de ser un Estado de Derecho, podría hablarse de un derecho a la insurrección (con todos los límites que la dignidad humana establece en todo caso). Lo que no ha sido ni es el supuesto en España.
Entonces, ¿están diciendo los ciudadanos jueces que hay una vía intermedia, un punto de encuentro, entre el Estado de Derecho y la insurrección violenta? ¿Están diciendo que cierto grado de violencia insurreccional y terrorista estaría justificado o habría estado justificado en el pasado? ¿Están diciendo que la postura más valiosa (la que según ellos conlleva la paz social y la reconciliación) era y es la de una cierta violencia contenida y un Estado de Derecho también recíprocamente limitado por ella? ¿Terror pero poquito? ¿Derecho pero no tanto?
Yo estoy seguro de que no quieren decir esto, de lo que no estoy seguro es de qué diablos quieren decir con su ‘morcilla’, que parece asumir que la del Estado constitucional es una ideología más. Y, es verdad, el Estado de Derecho constitucional puede ser definido como una ideología en cierto sentido, puesto que no es sino la institucionalización histórica de la doctrina liberal igualitaria, pero incluso en ese sentido es una ideología muy particular. Puesto que es la ideología necesaria mínima desde la que pueden defenderse las demás ideologías particulares, sean las comunitarias, las socialistas o las nacionalistas. Es el mínimo común denominador ideológico que permite una convivencia decente. En ese sentido no es una ideología más que pueda ‘encontrarse a mitad de camino’ con ninguna otra, y los jueces lo saben perfectamente porque es desde ella desde donde pueden juzgar con la seguridad de no ser siervos de su propia opinión o capricho ideológico.
¿Será que, en el fondo, no querían decir nada reflexionado sino sólo adornarse un poquito con una idea bonita? ¿Y no sería mejor callarse cuando el cuerpo les pide adornarse, togados conciudadanos? Porque les pagamos para eso, para hablar de ciertas cosas y callarse otras.
J. M. RUIZ SOROA, EL CORREO – 17/08/14