La Bragueta de Judas

JESÚS PRIETO MENDAZA, EL CORREO 26/01/13

· Su familia no deseaba venganza ni ella perpetuar su condición de víctima.

En el Puerto de Azázeta, ya en sus últimas curvas en dirección a Vírgala Mayor, se encuentra un roquedo del que, en época de lluvias, mana una cascada de gran belleza a la que llaman la Bragueta de Judas. El lugar, entre hayas y robles, es de una hermosura especial, pero esconde, como todos los lugares tocados por un cierto halo mágico, una leyenda que sobrecoge. No lejos de allí, el 31 de marzo de 1937 fueron asesinadas por los escuadrones de la muerte franquistas 16 personas, entre las que se encontraba el alcalde republicano de Vitoria, Teodoro González de Zárate. Cuenta el relato popular que en los días posteriores a tan cruel fusilamiento de la Bragueta de Judas, en vez de agua, manaba sangre. Quizás, la montaña devolvía la sangre de aquellos inocentes que fueron, durante tantos años, ignorados por la propia sociedad alavesa.

La mujer conducía con cierta desidia y el vehículo ascendía con dificultad las pronunciadas revueltas del puerto. El otoño en Azázeta se descubre con unos colores hermosísimos, una gama cromática que toca lo más sensible del corazón humano. Por eso la mujer no pudo menos que entristecerse. En el asiento trasero, un ramo de flores se movía de izquierda a derecha con cada golpe de volante al tomar una curva. Habían pasado más de doce años desde que los sicarios de ETA asesinaran a su hijo, pero ella –se puede ser exmujer pero nunca exmadre– seguía cumpliendo con el ritual; cada cierto tiempo llevaba unas flores a la tumba de quien fue, tan guapo con su uniforme y txapela rojos, el orgullo de su vida. Allí se dirigía, bajo la tenue luz otoñal. A aquel remoto y pequeño cementerio, en aquella igualmente recóndita y menuda aldea de la Montaña Alavesa.

Los sentimientos y las imágenes se agolpaban, desordenados, en su cabeza. Por un lado, recordaba la noticia que le llenó de alegría y esperanza: los terroristas deponían las armas, no asesinarían en el futuro. Qué felicidad sintió al saber que ninguna familia más debería pasar por la tortura que la suya pasó. Por otro, la decepción y el desconcierto parecían cubrir poco a poco su, sincera, felicidad inicial. A pesar de tibios movimientos y declaraciones medidas, el entramado ideológico que propició el asesinato de su hijo no terminaba de reconocerlo como tal, sino como fruto de un concepto genérico, impersonal: víctima de un conflicto. Es más, una parte significativa de la sociedad vasca, su sociedad, había depositado su confianza y aupado a las instituciones a aquellos mismos que pocos años antes se mofaron, sin pudor alguno, de su terrible dolor. ¡Asesina!, le habían llegado a gritar por la calle; a ella, que se había convertido en víctima a raíz del asesinato de su hijo. Casualidad. En ese momento, a través de la radio del coche, una voz anunciaba una gran manifestación a favor de los terroristas presos.

Se invitaba a toda la sociedad a protestar por su injusto encarcelamiento. Se decía de ellos que habían sido ejemplo de lucha para todos y por eso debían venir a Euskal Herria. Se aseveraba también que eran presos políticos, pues su lucha fue legítima contra el poder opresor de quien les encarcela (¿fue quizás su hijo muerto un opresor?). Incluso una representación de sacerdotes y cristianos de base –narraba la locutora a través de las ondas–, reivindicaban a Dios en su petición de olvido y amnistía, refiriéndose a los asesinos como víctimas de un largo conflicto. Ella, que tan creyente fue, se aferró, nerviosa, al volante. Sin querer, deseó por un momento vivir lejos, en Sevilla tal vez; allí los padres de Marta del Castillo no debieron ocultar su luto, se vieron arropados por toda la ciudad, no había carteles glorificando a los homicidas y nadie convocó movilizaciones pidiendo amnistía para Miguel Carcaño y sus secuaces.

¡Qué diferentes realidades! Por un momento tuvo la sensación de que todo el mundo se había vuelto loco, que ella misma se veía arrastrada, sin remedio, por esa misma demencia. Su familia no deseaba venganza, ninguna de las víctimas que conocía había tomado nunca un arma con intención de aplicar la ley del Talión. Ella no deseaba perpetuar su condición de víctima. Estaba dispuesta a aceptar la excarcelación del asesino de su hijo si los plazos marcados por la ley se cumplieran; incluso, podría plantearse el perdón, si un corazón sincero se lo demandase. Sí…, pero… algo le indicaba que alguna oscura maniobra se estaba tejiendo, que muchos preferían olvidar, equiparar, justificar, disimular…, anestesiarse de forma rápida escribiendo una historia a conveniencia; y esto se le antojaba, como una traición, como enterrar de nuevo a su hijo muerto.

El pequeño utilitario siguió ascendiendo por las rampas del puerto. La mujer miró por el retrovisor. Con un pañuelo se secó las lágrimas. Volvió a mirar por el espejo. No venía ningún coche por detrás. Justo antes de pasar por la Bragueta de Judas decidió frenar un poco, giró su cabeza hacia la izquierda y dirigió su mirada hacia el salto de agua. Un escalofrío recorrió su espalda. El agua bajaba roja por entre la caliza del roquedo. Parecía sangre.

JESÚS PRIETO MENDAZA, EL CORREO 26/01/13