Rubén Amón-El Confidencial

Sánchez se atribuye la salvación de 450.000 personas y convierte el amago de un pacto transversal en el ardid para tener más cerca a Iglesias y los soberanistas

La fantasía de la cópula entre el PSOE y el PP se malogró nada más iniciarse la sesión de control. Se diría que Pablo Casado tenía incluso cierta ansiedad para despojarse de su papel de concubina, hasta el extremo de que su primera intervención consistió a vapulear a Sánchez, restregándole la gestión de la crisis sanitaria y recordándole que Felipe González había definido el ‘Gobierno Frankenstein’ como el camarote de los hermanos Marx.

El cine de terror y el de humor describieron la tragicomedia parlamentaria del miércoles. La prensa de la mañana lanzaba la hipótesis de que el PSOE y el PP habían iniciado el deshielo. Y que el sentido de la responsabilidad ante el cráter de la economía prevalecía sobre los intereses particulares. Pero los combates dialécticos que implicaron a todas las categorías —Casado vs. Sánchez, Egea vs. Iglesias, Álvarez de Toledo vs. Calvo— vinieron a reivindicar las antiguas posiciones de beligerancia. Ni siquiera el presidente del Gobierno pudo contener su megalomanía: se jactó de haber salvado 450.000 vidas, a semejanza de un patriarca bíblico y de un redentor.

Muy inteligente la maniobra de Sánchez: tanto el PP declina el acercamiento como el PSOE recrea la imagen de una derecha irresponsable

Igual que no tiene sentido atribuir a Sánchez las muertes de la pandemia —volvió a hacerlo Santiago Abascal—, tampoco lo tiene atribuirse a sí mismo el papel de socorrista.

Estaba claro que el grupo socialista había establecido una disciplina de mayor suavidad y gentileza, pero los ardides seductores no convencieron a la bancada opositora, entre otros motivos, porque la fantasía de un gran pacto nacional al socaire del PP, el Ibex y los agentes comunitarios, más bien parece el señuelo que Sánchez utiliza para estimular la adhesión incondicional de Iglesias y de Rufián.

Se trata de confrontarlos al abismo de las derechas y el empresariado. El plan de reestructuración económica implica la revisión de los acuerdos programáticos y supone relativizar el énfasis ideológico-izquierdista. A España le convendría un pacto de la moderación entre el PSOE, PP y Cs, parecido al que se ha urdido en Castilla y León, pero el propósito de Sánchez consiste en insinuarlo no para romper con Iglesias y los soberanistas, sino para convertir el cambio de pareja de baile en una amenaza que los haga transigir con el tabú de los recortes —pensiones, funcionarios— y con una versión más edulcorada de la política fiscal y del régimen laboral.

No hay alternativa a Sánchez. Por su habilidad política. Por su falta de escrúpulos

Es muy inteligente la maniobra de Sánchez: tanto el PP declina el acercamiento como el PSOE recrea la imagen de una derecha irresponsable e insolidaria. El pacto transversal se antoja el más conveniente, porque despoja la nación del chantaje soberanista y porque libera el Parlamento de la tensión extremista —Vox y Unidas Podemos, con sus respectivos lanzallamas—, pero el líder socialista solo lo concibe como un amago y como un artificio político que aspira a encarrilar la disciplina de Iglesias —y de ERC— en los requisitos comunitarios y en la normalización institucional.

A Sánchez no le interesa romper con Iglesias. La aritmética parlamentaria y la inercia política predisponen al liderazgo del PSOE y su predicamento entre los partidos soberanistas. No hay alternativa a Sánchez. Por su habilidad política. Por su falta de escrúpulos. Y porque la hipótesis sideral de un pacto con el PP, el Ibex y la burocracia bruselense retractaría a Iglesias de cualquier posición beligerante. No resistiría el ataque de celos, ni permitiría que el sueño húmedo de las izquierdas se malograra en una cama redonda con todos los sátiros del mal.