ABC 07/05/16
IGNACIO CAMACHO
· Los antecesores de Garzón como líderes mejor valorados fueron Duran Lleida y Rosa Díez. Ninguno logró salir reelegido
LA ingeniosa frase de que el noventa por ciento de los políticos crea mala fama al diez por ciento restante se suele atribuir a Henry Kissinger y a Giulio Andreotti, ambos capaces por sí solos de infamar la reputación de todos sus compañeros de oficio. A Andreotti, que como lector de Maquiavelo prefería ser temido que admirado, incluso le gustaba el apelativo de
Belcebú y lo fomentaba besándose con capos de la Mafia, una clase de gente a la que el cine ha mejorado su imagen a base de épica violenta y sugestivos códigos de honor y de sangre. Esa idealización de los mafiosos alcanza sólo a su faceta gansteril, pero se disuelve cuando se acercan a la política –fenómeno no infrecuente en Italia– porque salen contaminados de ella y no hay guionista que enaltezca ese sórdido relato. El desprestigio de la actividad pública, típico de los países latinos, se ha universalizado con la crisis y hoy es mejor que cualquier diputado le diga a su anciana madre que trabaja de palanganero en una casa de citas, en el caso de que tal oficio sobreviva. Últimamente los parlamentarios pasan malos ratos en restaurantes y aviones, pese a haberse acostumbrado a pagar sus cuentas y viajar en turista. La narrativa de la corrupción, aventada en los medios y redes sin presunción de inocencia, ha generalizado la desconfianza hasta convertir la política en profesión de riesgo social, rodeada de un aura de suspicacia y de parasitismo.
Los líderes más valorados no alcanzan en España el aprobado de media. Se trata de un ranking engañoso porque lo que puntúa es la falta de animadversión, que suele beneficiar a dirigentes más bien inocuos. Tipos como Rajoy o Pablo Iglesias tendrán siempre mucha peor puntuación a favor que en contra, porque la tirria cotiza al alza frente a la simpatía, lo que no les impide gozar de amplias expectativas de voto. El que se mete en política no lo hace para ganar amigos sino poder, y por tanto no desea que lo quieran sino que lo voten. Excepto durante la primera etapa de Zapatero, que siempre fue una anomalía en todos los sentidos, los gobernantes españoles nunca salen bien parados en las encuestas. El actual presidente aún gana mal que bien las elecciones con una baja estima incluso entre sus partidarios y abierta fobia entre sus enemigos.
El más reciente caso de sobrevaloración sociológica es el de Alberto Garzón, candidato de Izquierda Unida con tan magra facturación electoral que se siente incómodo en su propio partido. Su primer puesto en aprecio ciudadano debería provocarle cierta inquietud, habida cuenta de que sus predecesores en la clasificación fueron Duran Lleida y Rosa Díez, ambos tan bien considerados que tuvieron que retirarse por no salir reelegidos. Hay éxitos de los que nadie se repone. Es pura lógica: una opinión pública con tan mal concepto de la política sólo puede respetar a los menos competentes para ejercerla.