GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO

  • Al cumplirse 30 años de la desaparición de la URSS, la democracia liberal no se ha impuesto universalmente y el legado comunista conserva influencia

La Revolución de Octubre frustró la recién nacida democracia rusa de 1917. Como escribió Karl Marx, la historia se repite: la primera vez como tragedia, la segunda como farsa. En agosto de 1991 los comunistas intransigentes dieron un golpe de estado para intentar paralizar el incipiente proceso de democratización que se estaba produciendo en la URSS. Al contrario que Lenin, fracasaron estrepitosamente.

Borís Yeltsin se afianzó, Rusia recuperó su enseña nacional, el PCUS fue ilegalizado y las ilusiones del presidente Mijaíl Gorbachov, que todavía aspiraba a reformar el sistema soviético, se evaporaron. El 8 de diciembre de aquel mismo año los dirigentes de Rusia, Bielorrusia y Ucrania acordaron sustituir la URSS por la Comunidad de Estados Independientes. Los países que la conformaban empezaron a declararse soberanos. El 25 de diciembre de 1991 Gorbachov dimitió y la bandera roja fue arriada del Kremlin. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas había dejado de existir.

Se cerraba así un experimento social sin parangón en la historia. El comunismo había tratado de construir una sociedad justa e igualitaria: modélica. Pero, para conseguirlo, se había recurrido a expropiar, eliminar derechos individuales, trasladar y/o rusificar a pueblos enteros, controlar a la ciudadanía, perseguir, encarcelar y ejecutar a los disidentes, gestionar la economía de manera centralizada, intervenir en terceros estados y provocar desastres medioambientales como los del mar de Aral o Chernóbil. En suma, en vez de vivir una utopía, cientos de millones de personas sufrieron una dictadura de corte totalitario que llegó al paroxismo con Stalin.

Suele calificarse el derrumbe del bloque del Este como pacífico, pero hubo demasiadas excepciones. Según las cifras oficiales, durante el derrocamiento del dictador rumano Nicolae Ceaușescu en 1989 se produjeron 1.104 víctimas mortales y 3.352 heridos. Podrían sumarse al cómputo los entre seis y cien fallecidos en la Mineriadă. También se registraron atentados terroristas, conflictos internos, limpieza étnica, golpes de estado y/o guerras en Moldavia, Azerbaiyán, Armenia, Chechenia, Ingusetia, Osetia, Georgia o Tayikistán.

Como señalan Javier Rodrigo y David Alegre en ‘Comunidades rotas’, «con el fin del comunismo, el Este se convirtió en el nuevo salvaje Oeste». Hubo un número incontable de muertos, heridos, violaciones y refugiados. En gran medida, aquellas expresiones de violencia respondían a la implantación de un neocapitalismo de rostro inhumano, al repentino vacío del poder, que propició una brutal competición entre viejas y nuevas élites, y a la súbita reaparición de los discursos del odio que supuestamente el marxismo-leninismo había disuelto de raíz: el fanatismo religioso y el nacionalismo radical. Tal fue el origen de la desintegración de Yugoslavia, que, aunque no estaba alineada con la URSS, se vio arrastrada por su desplome. Las consecutivas guerras civiles en los Balcanes arrojan un saldo de 140.000 víctimas mortales.

La historia no terminó hace treinta años. Francis Fukuyama se equivocaba. La democracia liberal no se ha impuesto universalmente y el legado comunista sigue condicionando el devenir de una parte significativa del mundo. El resultado de la caída del bloque soviético es desigual. Aunque arrastran problemas de corrupción, extremismo o crimen organizado, hay países que intentan consolidarse como democracias parlamentarias cercanas o integradas en la UE. Otros, menos afortunados, continúan siendo dictaduras en las que los derechos humanos brillan por su ausencia. Entre ambos polos hay toda una gama de grises.

Aún se registran tanto brotes internos de violencia como conflictos entre los nuevos estados, ya sean militares (por ejemplo, entre Azerbaiyán y Armenia) o híbridos (el reciente de Bielorrusia con sus vecinos). Sobre todos ellos planea la sombra del imperialismo de nuevo cuño de la Rusia de Vladímir Putin, que ha desgajado territorios de Georgia, Moldavia y Ucrania. Ya no lo llamamos Guerra Fría, pero sigue habiendo tensiones entre Moscú y la OTAN.

Una parte de lo malo que trajo la URSS permanece, pero muchos de sus aspectos positivos han ido desapareciendo. No debería sorprendernos que las encuestas revelen que hay gente que recuerda con nostalgia el pasado. Pese a la falta de libertad, el comunismo permitió mejores condiciones de vida para la mayoría de los habitantes de la Unión Soviética y sus satélites. Durante décadas el Estado les garantizó paz, seguridad, convivencia interétnica, educación, medios de transporte, infraestructuras, sanidad, vivienda, trabajo, cultura, arte, etc. Y orgullo colectivo. Hay que tenerlo más en cuenta a la hora de mirar, juzgar y tratar a la Europa central y del Este.