DAVID GISTAU-EL MUNDO
ENTRE las alteraciones introducidas en las reglas de la vida pública por el nuevo oficialismo, una de las más groseras es la referida al derecho a la protesta. Recordemos que la primera victoria electoral de Rajoy fue saludada por la insurgencia –la que aún no tenía chalet- con el asedio parlamentario de Rodea el Congreso. Como en otra ocasión histórica, la democracia dejaba de representar si servía para que gobernara la derecha. Las urnas debían ser corregidas, no con una moción, sino con un asalto literal. Más allá de que aquello sólo consagrara los senos desnudos de Jill Love, fueron tiempos en que la calle embravecida albergó el mito del empoderamiento popular y Pablo Iglesias, el que ahora gasta ínfulas de prócer, podía declararse emocionado al contemplar la paliza recibida por un antidisturbios cosido a patadas en la cabeza mientras estaba tirado en el suelo. Hasta el escrache era higiene democrática.
Durante los años siguientes, la socialdemocracia se escandalizó –con razón– por la llamada ley mordaza, una herramienta represiva para vaciar esas mismas calles en las que se expresaba la infalibilidad popular. Bien. Desde entonces, la insurgencia, que ya tiene chalet, se ha pasado al lado institucional de la existencia con un voraz apetito patrimonial del poder. Y la socialdemocracia, flexible como un chicle como la dejó Zapatero, ha obrado un gigantesco corrimiento de su mentalidad que le permite congeniar con los radicales conjurados para atacar la que precisamente es una de las mayores aportaciones a España del PSOE: su participación en la construcción del 78, régimen por cuya existencia hizo más que la derecha de Fraga representada hoy por el PP, por más que éste trate de apoderarse de Suárez. Así las cosas, la protesta y el empoderamiento callejero han pasado a convertirse en aquelarre de fachas y desleales. Y los mismos que sufrían soponcios con la mordaza meditan la implantación de mecanismos de censura al periodismo con ese desahogo que concede saberse propietario, haga uno lo que haga, de una credencial de perfección progresista.
Agréguese a esto la cada vez más evidente operación de los editorialistas orgánicos, a partir del Vistalegre de Vox, de propagar el miedo a un supuesto ogro fascista con el que entraría en España el extremismo –Torra, Iglesias y Otegui se ve que son moderados– y que justificaría la erradicación civil de todo lo que quede a la derecha del PSOE y la acción patriótica conjunta de «las izquierdas» más dispares.