Contra lo que esperaría el alcalde de Blanes, la capital del Magreb amanecía bien orgullosa el miércoles por la mañana. Del orgullo homosexual del World Pride pasaba Madrid sin esfuerzo al orgullo institucional del 77. De modo que una ardilla gay y democrática habría podido saltar de orgulloso en orgulloso desde Chueca hasta Cortes sin pisar el suelo.
Lo que vuelve fascinante al Congreso es su inescrupuloso poder de absorción. Esos dos leones de bronce custodian un agujero negro virtuoso capaz de anclar al sistema a los espíritus más indómitos. Toda una vida rebelándose en la Complu contra esa «institución inoperante al servicio de la clase dominante» –en que consiste según Lenin un Parlamento liberal– para acabar reduciendo la lucha a la ostentación de un clavel rojo como los que se ponía Esperanza Aguirre por San Isidro. De comisario organillero ejercía Monedero, que no se pierde una. Iba por el Hemiciclo repartiendo claveles como un chino en Nochevieja.
Queremos decir que el Congreso, genuinamente, es la representación plural del pueblo español porque sus escaños lo aguantan todo. Han soportado a fascistas que se tornaron demócratas. Han sostenido culos republicanos que se levantan ante dos monarcas constitucionales. Ahora cobijan a jóvenes de airada camiseta que luego se conducen como legisladores obedientes. Y esa cotidiana metamorfosis, que dura ya 40 años, es lo que debemos celebrar sin vergüenza contra los schmittianos de todos los partidos, que no ven otro alivio a su úlcera interior que la proyección al orden colectivo de la eterna dialéctica amigo/enemigo. Eso justo es lo que al fin superamos, españoles, venía a decir Felipe VI en un ejercicio de historicismo inverso al de Iglesias en la censura: le desmintió que la Transición hubiera sido una opaca heredad de élites, cuando fue una novedosa ilusión de todos. Y le recordó a Puigdemont que fuera de la ley se niega la libertad, empezando por la de los catalanes que se sienten españoles y la de los españoles que no queremos que se nos expropie la playa de Blanes.
Iglesias criticó el discurso fuera pero dentro lo aplaudía por partes, y casi el único diputado constituyente que se dejó sin saludar fue Felipe González, y no porque no lo intentara. Rivera recibió los discretos apoyos de viejos ucedistas satisfechos con la consolidación del centro en la binaria España. Aznar hizo algo menos clamorosa la soledad de Sánchez en la tribuna de invitados. Martín Villa sobrellevó dignamente su nuevo papel de villano de época. Y la ecuménica Ana Pastor puso cuidado en las menciones (Suárez, Carrillo, Fraga, Tarradellas, Pasionaria…) para distribuirlas equitativamente por debajo de la figura mayor: Juan Carlos I. Cuya ausencia, la del tipo que materializó la causa misma del festejo, no entendía nadie ajeno al protocolo fantasma de la Casa Real. Y al parecer, el que menos lo ha entendido ha sido el propio ausente. Con razón.
En un país enfermizamente propenso a emborracharse de pasado más o menos desde la decadencia de los Austrias mayores, disculpamos esta jornada de onanismo constitucional, este homenaje del sistema a sí mismo solo porque esta vez los homenajeados somos todos los españoles, incluyendo los que detestan serlo. Estamos –créanlo– perfectamente representados allí. Cuando desde el PP se grita que viva el Rey y desde Podemos se replica que viva la democracia, ambos alaban sin quererlo la misma España realmente existente. Es como exclamar viva Zerolo y luego matizar que no, que viva el matrimonio gay.