«Cena de despedida a Bill Murray ayer [jueves 9] en la residencia del embajador británico. Unos 80 asistentes. Nunca he visto tanto pesimismo sobre el futuro de España compartido por tanta gente aventajada. Ocasión feliz que me dejó acongojado. Vamos muy, muy mal. Ojalá nos equivoquemos». Es el texto de un tuit publicado el viernes por César Molinas, matemático y economista, además de columnista de este diario. Y es el estado de ánimo que en la ciudadanía ha terminado instalando una semana —primera del curso, primera en la frente— terrible, capaz de proyectar los más negros presagios sobre el futuro del país. Este mismo viernes supimos que la Policía Nacional (PN) había detenido la noche anterior al exgeneral venezolano Hugo ‘el Pollo’ Carvajal, ex jefe de los servicios secretos de Hugo Chaves, que permanecía escondido en Madrid desde hace más de dos años y a quien la justicia de EEUU reclama por tráfico de drogas. La DEA americana, perfectamente al corriente de su escondite madrileño, había comunicado a Madrid la dirección exacta nada menos que el 17 de junio. Curioso, ¿por qué no se le detuvo entonces? («si cae ‘el Pollo’ Carvajal cae Unidas Podemos con todo el equipo»). Y curiosa también la fecha elegida, apenas horas después de que el miserable Grande Marlaska manchara el prestigio de la PN acusándola de no haberle informado de la farsa que se escondía tras el llamado «bulo del culo», ya saben, la supuesta agresión homófoba ocurrida en Malasaña sobre la que este Gobierno canalla ha pretendido montar su última hoguera para quemar infieles a los dogmas izquierdistas.
¿Qué está pasando? ¿En qué manos está el pandero? ¿Quién gobierna de verdad en España? ¿Qué es lo que está ocurriendo en las aguas profundas adonde no llega la luz pública? España parece más que nunca esa balsa de piedra a la deriva y a punto de perderse en la niebla de un incierto futuro, una España donde la prudencia más elemental invita a protegerse y callar en espera de tiempos mejores. Miedo, sí, pero no miedo a esos supuestos delitos de odio esgrimidos por el Gobierno y sus palmeros para asustar discrepantes, sino miedo a un Gobierno que parece haberse quitado definitivamente la careta, dispuesto, perdida cualquier compostura, a partir definitivamente a la ciudadanía en dos bloques irreconciliables y condenados de nuevo, 85 años después, al enfrentamiento fratricida. Una nave sin rumbo en cuyo puente de mando se ha instalado una mafia, Sánchez y su banda que dijo Albert Rivera, dispuesta a repartirse los restos del naufragio por botín.
Todo apunta a que al gran impostor de Sánchez no lo derribará Bruselas, ni la economía, ni posiblemente la oposición, sino el eterno problema catalán al que en el Madrid cobarde siguen pretendiendo calmar con una aspirina
Conviene mentar otro episodio ocurrido esta semana entre el jefe del clan y su aliado más señero. Me refiero a la suspensión de la supuesta inversión de 1.700 millones para el proyecto de ampliación del Aeropuerto de Barcelona-El Prat. Supuesta porque, como en el caso de Malasaña, este es otro bulo salido de una conversación entre la titular de Transportes, Raquel Sánchez, exalcaldesa de Gavà (PSC) y enemiga declarada de esa obra, y el vicepresidente de la Generalidad. La idea ha saltado por los aires porque Puigdemont, capo de Junts, no quiere ni oír hablar del asunto, decidido como está a boicotear cualquier iniciativa que pueda salir de ERC, y porque, en el Gobierno de coalición, la tropilla menguante que comanda la comunista Yolanda Díaz es también enemiga de esa ampliación, como enemiga es, en general, de cualquier proyecto que suponga progreso y creación de riqueza. Es lo que tiene colocar a un bonobo a los mandos de un F-18, y lo que tiene la necesidad de este Gobierno de seguir engañando a todo el mundo todo el tiempo, lanzando la especie de una inversión que ni se había discutido en consejo de ministros, ni estaba presupuestada, ni había iniciado los trámites medioambientales, y ni siquiera se había comunicado al presidente catalán, Pere Aragonés.
Un sucedido que permite extraer algunas conclusiones. Por ejemplo, que si Pedro Sánchez creía poder transitar cómodamente hasta el final de la legislatura aparcando las reivindicaciones nacionalistas, a quienes pensaba entretener con la mesa de diálogo, hilo a la cometa, y nuevas cesiones en dinero y poder, migajas que los «nats» desprecian, estaba muy equivocado. La brutal pelea entre Junts y ERC por hacerse con la dirección del soberanismo, el odio visceral que se profesan, solo comparable al odio a todo lo español, unido a las divisiones en el seno del Gobierno, con un Podemos que parece no resignarse al papel de comparsa para ser absorbido por el PSOE llegado el caso, auguran días muy difíciles para alguien acostumbrado a vivir en el alambre como el bello Pedro. Todo apunta a que al gran impostor no lo derribará Bruselas, ni la economía, ni posiblemente la oposición, sino el eterno problema catalán al que en el Madrid cobarde siguen pretendiendo calmar con una aspirina. Sánchez y su callejón sin salida: si olvida las exigencias de ERC para centrarse en mejorar su posición electoral en las anchas Castillas, saldrá del Gobierno escopetado con una patada «separata» en el culo. Y si cede en Cataluña lo que estos le reclaman, saldrá humillado, estilo 4 de mayo, antes siquiera de convocar elecciones. Sánchez o el asalta capillas incapaz de escapar del yugo al que él mismo se unció el 31 de mayo de 2018.
Mientras tanto, el sujeto sigue sembrando ese odio del que acusa a quienes precisamente sufren el suyo. Apatía total a la hora de abordar reformas que posibiliten un crecimiento sostenido capaz de crear riqueza y empleo. Si un proyecto como el del Prat es positivo para la economía española, tan necesitada de ellos, el Gobierno de la nación no debería plegarse a los caprichos de un poder regional. Todo su interés, por contra, puesto en dividir a la ciudadanía en dos bandos enfrentados. La «brutal agresión» sufrida por el joven gay es el perfecto ejemplo de la sordidez moral de un personaje empeñado en conducir a los españoles entre las talanqueras de la ideología de las emociones que predica la izquierda comunista. Al final, la denuncia resultó ser una patraña alimentada por el Gobierno y sus Escolarcines mediáticos para señalar a VOX, un partido constitucional a quien el Gobierno social comunista lleva meses tratando de ilegalizar, motivo por el cual le adjudican todo tipo de montajes «fachas», tal que las balas llegadas al despacho de Marlaska o la «navajita platea», entre otros lances de similar porte. Naturalmente que no se trata solo de ilegalizar a VOX, sino de arrinconar a toda la derecha, PP incluido, colocando a la mitad de los españoles extramuros del nuevo régimen que Sánchez y su banda pretenden implantar.
Este es uno de los países más seguros del mundo, que nunca se ha distinguido por la violencia en ninguna de sus formas. Quienes peinamos canas siempre hemos tenido la palabra «odio» recluida en las estrictas fronteras de la gresca familiar o laboral y en las páginas de la creación literaria. Ahora esa palabra lo inunda todo, lo infecta todo, lo ensucia todo. Este es también uno de los países que más rápidamente han reconocido los derechos y se han adaptado a las nuevas realidades del universo LGTBI, como nuestra progresía se ha encargado de pregonar por doquier. ¿Cómo es posible que, de repente, se haya convertido en ese «reino del odio» que el Gobierno de Sánchez y sus profetas quieren hacernos creer? Porque es mentira. Y porque, perdidas las ajadas banderas de la lucha de clases que antaño enarboló el socialismo, tras ese supuesto odio se esconde el postrer intento por volver el país del revés, acabar con el régimen del 78, vale decir poner punto final al periodo más largo de paz y prosperidad (nueve Constituciones en 119 años de historia) que ha tenido España. Acabar con la democracia liberal, poniendo fin a nuestras libertades.
España es uno de los países que más rápidamente han reconocido los derechos del universo LGTBI. ¿Cómo es posible que, de repente, se haya convertido en ese «reino del odio» que el Gobierno de Sánchez y sus profetas quieren hacernos creer? Porque es mentira
Y bien, ¿qué hace el PP ante situación tan grave? Pues enfrascarse en peleas de gallos entre dirigentes por un quítate tú para ponerme yo. Fue el propio presidente del partido, Pablo Casado, en uno de esos absurdos «desayunos informativos» que siguen proliferando en los hoteles madrileños de lujo, quien esta semana sacó a colación la candidatura del alcalde Martínez-Almeida a la presidencia del PP madrileño, puesto al que aspira con toda legitimidad la actual presidenta de la Comunidad, Díaz Ayuso. Para Casado, ambos son «dos militantes de mucho peso», razón de más para que él no se «decante por ninguno» de cara a un congreso regional para el que faltan aún muchos meses. De locos. De nuevo se hace verdad el dicho de que los dioses ciegan a quienes quieren perder, porque de cegatos es abrir guerras internas guiadas por el afán de poder o los celos (el miedo de Génova a la dimensión política adquirida por Ayuso en los últimos tiempos), en un momento en que el partido apunta al Gobierno de España y en las peores circunstancias conocidas por el país desde la muerte de Franco.
En contra de lo que cabría esperar, fue el propio alcalde y portavoz, que está demostrando ser menos inteligente de lo que muchos le suponían, quien de inmediato recogió el testigo oficializando su candidatura a la presidencia del PP regional. Niños peleándose por un juguete en la toldilla de popa, mientras la nave se hunde por la proa. Sería un acto de injustificada arrogancia recordarle a Casado en qué debería estar ocupando su tiempo en momentos tan dramáticos como los actuales, pero sí parece pertinente advertirle del riesgo que corre al patrocinar esta absurda guerra por el poder regional, con evidente dimensión nacional, y que no es otro que los madrileños respalden a Ayuso en las urnas cuando de la Comunidad de Madrid se trate, y opten por VOX en las generales. Desgracia sobre desgracia. Miseria sobre miseria. Ausencia de verdaderos liderazgos. Falta de grandeza. Gana Sánchez, enfrascado en el asalto definitivo a un poder judicial, último dique de contención, que un día podría sentarlo en el banquillo. Y fatal pesimismo entre los 80 comensales, la flor y nata del pensamiento económico español, que el jueves despedían en una cena al consejero económico de la embajada británica en los jardines de la misma. Profundo desánimo. Ni una reforma estratégica importante se ha hecho desde 2012, reformas que exigen el aval previo de una mayoría parlamentaria hoy imposible de imaginar. ¿Lo peor? Esa sensación de creer que habíamos dejado atrás muchas de las cosas malas que han lastrado a este país durante siglos, y que ahora retornan con fuerza. Vuelve la cara de la peor España posible.