ANTONIO MUÑOZ MOLINA-El País

  • En vez de arrojarse basura los unos a los otros, y de dejar convertido el Parlamento en un ruedo de inmundicias, sus señorías podrían llegar a un gran acuerdo para limitar de una vez por todas el poder arbitrario de los cargos políticos en las administraciones

En las últimas sesiones del Parlamento de la República antes del golpe militar del 18 de julio había guardias de asalto que cacheaban a los diputados a la entrada del hemiciclo a fin de incautarse de las armas de fuego que muchos de ellos llevaban. Entre proferir un insulto y disparar una pistola hay por fortuna una distancia muy grande, pero las palabras pueden alcanzar un grado de irracionalidad y agresión que ya sean en sí mismas actos de violencia, y vayan preparando el clima venenoso que debilita, corrompe y luego destruye la convivencia civil. En el Parlamento republicano, gracias a las precauciones de la policía, los diputados no podían sacarse los unos a los otros navajas o pistolas, pero en la calle había criminales que estaban pasando de las palabras a los hechos, en una escalada de sangre que abatió primero al teniente José Castillo en la esquina de Augusto Figueroa con Fuencarral, a plena luz, en la tarde del domingo 12 de julio, y esa misma noche, en un insensato acto de venganza, al diputado derechista José Calvo Sotelo. Para que hablen las pistolas han tenido antes que hablar, murmurar, gritar, muchas voces humanas. La culpa del teniente Castillo, que estaba recién casado y se había despedido unos minutos antes de su esposa, era ser republicano y socialista; la de Calvo Sotelo, al que sacaron de su casa policías de uniforme que lo ejecutaron de un tiro en la nuca en el mismo coche oficial donde lo llevaban detenido, era ser católico integrista y monárquico. Para matar a un adversario político es necesario privarlo antes de su humanidad, y por lo tanto de esa condición idéntica de persona y de ciudadano que comparte con su asesino. La disponibilidad para cometer un acto tan terrible, no nace de la noche a la mañana. Requiere una preparación gradual, una intoxicación de fantasías ideológicas, una atmósfera pública tan cargada que haga respirar la ira y el odio.

Como aficionado a la Historia, sé que el pasado nunca se repite. También sé, por la misma razón, que no existe una propensión española al cainismo y a la violencia, y que la Guerra Civil no fue un desenlace inevitable marcado por el destino, sino, como cualquier hecho histórico, la consecuencia de una serie de azares que convirtieron en una duradera carnicería de tres años lo que pudo haber sido un golpe militar sin éxito. Las cosas siempre están a punto de no suceder, o de suceder de otro modo. Hubo una guerra civil no por culpa de la furia de las dos célebres Españas enfrentadas, sino porque los militares y falangistas sublevados consiguieron el apoyo de la Italia fascista y la Alemania de Hitler, y porque las democracias europeas, la británica y la francesa, dejaron abandonada a la República que tan en vano les solicitaba su asistencia.

Leer las actas de las últimas sesiones de las Cortes en 1936 le hiela a uno la sangre. Unas cuantas voces razonables se pierden en el griterío taurino de los improperios y las amenazas, en las provocaciones, en el extremismo insensato de quienes han perdido todo rastro de sentido común y hasta de cordura. Todo podía haberse quedado en ese ruido, que entonces llegaba muy atenuado al público a través de los periódicos, y los parlamentarios que salían a la calle volviendo a ajustarse la pistola en la sobaquera se habrían ido a sus provincias para las vacaciones de verano, con esa desconcertante habilidad que tienen los políticos muy agresivos para dejar en suspenso su ferocidad melodramática y pedir tranquilamente un café, o hacer una broma, como actores al terminar una función. ¿De modo que en realidad estaban haciendo teatro, que todas las palabras venenosas que proferían en la tribuna eran sobre todo una representación, y que después de soltarlas para que ejerzan su efecto corrosivo sobre la convivencia no les cuesta nada olvidarse de ellas, como quien se sacude de la corbata unas migas o un poco de ceniza? ¿No tienen vergüenza?

Es el aire de farsa lo que más me ofendía cuando seguí en directo este miércoles la llamada “sesión de control” en el Congreso de los Diputados. Me impuse el deber desagradable de prestar plena atención y de verla en la pantalla, para fijarme no solo en las voces, sino también en las expresiones de las caras, y en esos gestos de asentimiento servil de los que aplauden desde el graderío, muy echados hacia adelante, como para ver más de cerca y jalear con más ruido la faena en la plaza. Es un espectáculo tan bajo que degrada a quien lo contempla, y no solo al que participa en él. En la presunta sesión de control nadie controla nada, y cada uno repite su papel con una grosería verbal y gestual que sería menos hiriente si no tuviera un lado tan visible de cinismo. Los oradores de derechas añaden al insulto el bulo y la mentira. Los dos actores principales, Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo, ponen la misma sonrisa mientras escuchan al adversario, y se nota que se recrean cuando se lanzan una barbaridad, en la que siempre hay un punto de sarcasmo y otro de hipocresía, y un recrearse en el bramido inminente y el aplauso de los incondicionales. Cada uno señala con un dedo de agraviado acusador a los corruptos que el otro ha consentido en sus filas, con ese aire de virtud ultrajada con que el policía colaboracionista y venal de Casablanca finge descubrir que hay partidas clandestinas de juego en el café donde cada noche viene a recoger el sobre bien mullido de billetes de banco que Humphrey Bogart le desliza sin mucho disimulo en el bolsillo. Pedro Sánchez, y Núñez Feijóo, y cada uno de los que se sientan en el Congreso, saben que la corrupción afecta en medida comparable a todos los partidos en España, porque no es la consecuencia de la falta de escrúpulos y la codicia de unos pocos aprovechados, sino de una administración colonizada y saqueada por la arbitrariedad política, en la que los mecanismos de control no existen o están neutralizados. Como escribe Michael Reid en su último libro, España es el país de Europa en el que hay más políticos y más cargos de “libre designación”. En cualquier parte puede surgir un sinvergüenza, de derechas o de izquierdas, dispuesto a forrarse a costa del sufrimiento ajeno: pero no llegará muy lejos si un procedimiento administrativo imparcial y eficiente detecta a tiempo sus trapacerías y puede atajarlas sin que interfiera el favor político. En vez de arrojarse basura los unos a los otros, y de dejar convertido el Parlamento en un ruedo de inmundicias, podrían llegar a un gran acuerdo para limitar de una vez por todas el poder arbitrario de los cargos políticos en las administraciones, su facilidad de tomar graves decisiones o aprobar gastos sin un riguroso control técnico, de contratar a capricho asesores sin cualificación comprobada y sin otro mérito que el parentesco o la adhesión clientelar.

Empecé a ver con mi mejor voluntad la “sesión de control” y al cabo de un rato no pude seguir resistiendo el espectáculo. Como socialdemócrata con ilusiones y melancolías regeneracionistas, me ofende el sarcasmo desabrido del presidente del Gobierno, y la frivolidad con que el Partido Socialista y toda la izquierda se enfangan en el sumidero pútrido de lo que antes se llamaba Twitter. Como ciudadano me espanta que el otro partido en el que debería sustentarse la estabilidad de la democracia española haya elegido tan resueltamente propagar mentiras comprobables y sabotear la credibilidad de las instituciones, por la pura impaciencia de derribar cuanto antes al Gobierno. Estaría bien que al entrar en el hemiciclo alguien les confiscara a todos ellos sus arsenales de palabras. Y que en algún momento se les cayera la cara de vergüenza.