JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS-El Confidencial

  • Los lideres secesionistas están callados aplicando la máxima napoleónica según la cual «cuando el enemigo se equivoca, no le distraigas»
España y el Estado están perdiendo la batalla política que el independentismo catalán les planteó tras la frustrada declaración unilateral de independencia de octubre de 2017. Este lunes, hizo un año de la sentencia que sancionó penalmente aquellos hechos con fuertes penas a sus dirigentes políticos y sociales, a los que el Supremo atribuyó delitos de sedición, malversación y desobediencia. Este lunes, también se conoció la condena por desobediencia a 20 meses de inhabilitación y multa a cuatro exmiembros de la Mesa del Parlamento catalán. La reacción: Justicia antidemocrática.

Pero la locuacidad de los líderes secesionistas ha cesado. Están dejando que hablen por ellos los hechos que remiten a un desplome de la reputación de la calidad democrática de nuestro país en el conjunto de la Unión Europea. Nuestro sistema está siendo vapuleado en la prensa internacional como una realidad institucional ineficiente y casi fracasada que nos sitúa como ‘los peores de la clase’. La imagen política de España se erosiona con rapidez.

Al margen de la gestión de la pandemia —mal conducida por el Gobierno y algunas comunidades autónomas— y al margen también de la crisis económica que proyecta un cuadro macroeconómico devastador, el más adverso de los países de nuestro entorno, pocos comprenden cómo es posible provocar entre esos dos fenómenos catastróficos una crisis institucional en varios frentes debida, esta sí, no a acontecimientos sobrevenidos e imprevisibles sino a los comportamientos de desenfrenado sectarismo de la clase dirigente política.

Mañana, Roger Torrent informará al Parlamento de Cataluña de que ningún partido ha postulado candidato a la presidencia de la Generalitat, de tal manera que esta comunicación equivaldrá a una investidura fallida y comenzará a correr el plazo de dos meses, cumplido el cual se convocarán elecciones, cuya celebración está prevista para el 14 de febrero del año próximo. Así, Cataluña entra en un periodo electoral en que los secesionistas pretenden, por una parte, plantear el carácter plebiscitario de los comicios y, por otra, lograr en conjunto más del 50% de los votos populares para, de inmediato, constituir otro Gobierno de corte insurreccional en la Generalitat y reformular con pretensiones de legitimidad la reclamación central del proceso soberanista: un referéndum de autodeterminación que, de producirse, provocaría definitivamente la ruptura de la Constitución de 1978.

En este contexto, Carles Puigdemont ha aconsejado a los suyos al modo napoleónico: “Si el enemigo se equivoca, no lo distraigas”. Y así se está haciendo desde Barcelona: callar y dejar que entre el Gobierno y la oposición se destrocen y se desarbolen los mecanismos que connotan el Estado social y de derecho que proclama la Constitución y, entre ellos, la separación de poderes. El argumentario del hombre de Waterloo, asumido por todo el soberanismo catalán, es que los jueces, magistrados y tribunales españoles están politizados y responden a consignas represoras contra un movimiento como el independentista. La Justicia europea —bien en el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo, bien en el de la UE de Luxemburgo— será la instancia en la que Puigdemont, los condenados el 19 de octubre del pasado año y Torra esperan presentar con éxito sus impugnaciones contra las resoluciones de la Justicia española.

Mientras en la Unión Europea y en el Consejo de Europa se cuestiona tanto el bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial como el propósito del PSOE y UP de gubernamentalizarlo suprimiendo el régimen de mayorías cualificadas para elegir a sus miembros, están pendientes el suplicatorio de Puigdemont en el Parlamento Europeo y la orden de detención y entrega en Bélgica, y siguen impunes en Escocia y Suiza dirigentes secesionistas, acusados de graves delitos. No hay manera de hacer prosperar los mecanismos de cooperación judicial a los que España se ha adherido y frente a los que los afectados argumentan, además de aspectos técnicos, una narrativa opresora, de inautenticidad democrática de nuestra Justicia, que se está retroalimentando con el desastroso debate sobre la renovación del Consejo General del Poder Judicial.

Entre la proposición de ley del PP y la del Gobierno, es imprescindible llegar a un acuerdo que mantenga el régimen de mayorías cualificadas y homologue nuestro Consejo a los de otros Estados democráticos conforme a los criterios de la Red Europea de Consejos de Justicia, de la que forman parte 20 de los 27 Estados de la UE. Polonia fue expulsada en 2018. Para que no nos ocurra lo mismo, es necesario un pacto para mantener los 3/5 de respaldo de las Cámaras a los elegidos y que todos o una parte de los 12 jueces que forman parte del órgano de gobierno judicial —de un total de 20— sean elegidos por sus pares o a su propuesta. O sea, un modelo de Consejo que nos aproxime al que tuvimos entre 1980 y 1985.

Fragilizar la independencia y la imagen de jueces y tribunales —con una derivada inevitable que afectaría al Tribunal Constitucional— implicaría quebrar la última defensa del Estado haciendo que entre en una crisis de proporciones inimaginables. El separatismo está a la vanguardia de este embate y dispone de complicidades: la de los extremistas de un lado y de otro, que tironean el sistema y lo desvencijan. El Gobierno —si el PSOE lidera de verdad el Consejo de Ministros y el PP deben llegar a un pacto tras la excéntrica moción de censura presentada por Vox que mañana y pasado se ventila en el Congreso. Porque si seguimos a la greña en este y otros asuntos cruciales, sucederá lo que escribió el afamado escritor inglés Charles Lamb: “Una carcajada vale por 100 gruñidos”. Puigdemont ha cesado de gruñir pero se carcajea de lo que está ocurriendo.