- Es esta concepción del igualitarismo la que todo lo contamina, pues de ella se desprende la intención totalitaria de anular la libertad individual.
La cartilla de racionamiento es un instrumento de política económica de frecuente utilización en situaciones de escasez generalmente asociadas a los conflictos bélicos o, en ocasiones, a catástrofes naturales. A través de ella se trata de garantizar a la población un suministro reglado —fundamentalmente en cantidades y precios— de determinados bienes, principalmente alimentos, tabaco y combustibles. La idea central que inspira este instrumento es la de la equidad, pues se considera que cuando la sociedad debe desviar una gran cantidad de recursos al sostenimiento de la guerra, afectando así a la oferta de bienes de consumo, entonces debe primar un criterio igualitario en la distribución de estos últimos, de manera que todos los ciudadanos, con independencia de su nivel de renta, tienen que tener asegurado un determinado abastecimiento.
El hecho de que la cartilla haya sido utilizada con generalidad en todas las sociedades modernas con independencia de su régimen político no significa que carezca de efectos perniciosos, incluso para cumplir con su propia finalidad. El principal de ellos es la aparición de mercados negros hacia los que se desvía una parte de las mercancías regladas para venderlas a precios superiores a los fijados por el gobierno, aprovechando que hay personas que cuentan con recursos suficientes para adquirirlos. Ese desvío, además, impide muchas veces que el suministro teóricamente garantizado no sea tal, con lo que aparece un elemento adicional de discriminación hacia los más pobres. Por todo ello, la cartilla es un mal menor que debe ser suprimido en favor del mercado en cuanto cesan los efectos de la situación excepcional que obligó a adoptarla.
Sin embargo, conviene resaltar que hay casos en los que los políticos, inspirados por una ideología totalitaria, convierten el instrumento en modelo de gestión económica, seguramente porque creen equivocadamente que su voluntad conduce a una asignación de recursos más eficiente que la que se deriva del libre funcionamiento del mercado. Un caso paradigmático de esta naturaleza es el de Cuba, donde la libreta —así se denomina allí a la cartilla de racionamiento— lleva instaurada desde el inicio de la revolución sin que, de momento, el gobierno de la isla haya dado muestras de eliminarla. Ello es así porque, como dijo el presidente Díaz-Canel recientemente ante la Asamblea de Naciones Unidas, mediante la libreta «el gobierno cubano garantiza el derecho universal a la alimentación a través de una canasta básica familiar normada, que reciben todos los cubanos y cubanas, y que incluye 19 productos alimenticios de primera necesidad a precios asequibles». Naturalmente, el heredero de los Castro prescinde del hecho de que su libreta funciona bastante mal —incluso a pesar de que no hace mucho haya sido informatizada—, de que sólo cubra una parte de las necesidades y de que, en definitiva, una mayoría de cubanos se queje de la escasez de alimentos.
El fracaso cubano en esta materia no ha sido un obstáculo para que, en España, algunos políticos de izquierda —sobre todo los de afiliación comunista, pero también algunos socialistas— se hayan sentido inspirados por esa transformación del instrumento en modelo y pugnen ahora por establecer alguna forma de racionamiento con la excusa de la inflación o de las previsible dificultades de abastecimiento de combustibles. Para ellos —como, por cierto, para algunos periodistas que hacen ostentación de su ignorancia en materia económica— la situación creada por la invasión rusa de Ucrania y por las sanciones occidentales al agresor, nos ha conducido a una economía de guerra que justificaría todas las injerencias del gobierno sobre el funcionamiento de los mercados, incluso cuando al menos algunas de ellas se hayan mostrado fracasadas al poco tiempo de ser adoptadas —como, por ejemplo, el tope al precio del gas en la producción eléctrica—, y cuando hayan conducido a problemas distributivos al activar mecanismos de desigualdad —como ocurre con la subvención generalizada del consumo de combustibles líquidos—.
Y, claro está, uno de esos elementos de la economía de guerra no es otro que el de la emulación de la cartilla de racionamiento a través de propuestas como la de la vicepresidenta Yolanda Díaz para establecer una lista de unos treinta productos con precio tasado, o como la del ministro Alberto Garzón para reglar el menú de las comidas escolares. En ambos casos, los dueños del poder político actúan despreciando la autonomía de los ciudadanos para decidir acerca de lo que quieren meter en su cesta de la compra o sobre lo que desean que coman sus hijos en el colegio. Y desdeñan también la capacidad del mercado para encontrar el equilibrio entre la oferta y la demanda de alimentos, pues consideran que ellos son más capaces para establecer las cantidades y precios que darán satisfacción a todos de una forma igualitaria. Ni que decir tiene que es esta concepción del igualitarismo la que todo lo contamina, pues de ella no se desprende otra cosa que la intención totalitaria de anular la libertad individual bajo una apariencia homogeneizadora, y someter a todos a la férula del Estado.