Kepa Aulestia-El Correo

El presidente de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page, declaró que el resultado de las elecciones del 23-J era «diabólico». El escrutinio no fue definitivo para asegurar una mayoría parlamentaria estable. Y la política partidaria tampoco salió de la cita con la autoridad suficiente como para emplazar a los ciudadanos a que clarifiquen la situación en una próxima repetición electoral. Pero una de las acciones más significativas del diablo aquel domingo es que convenció tanto al socialismo de Sánchez como al independentismo de Puigdemont de que la solución al impasse resultante era echar más leña al fuego, porque en el fondo habían ganado con solo dificultar la llegada de Alberto Núñez Feijóo a la presidencia del Gobierno.

La remontada de Pedro Sánchez respecto a las expectativas demoscópicas se debió, en buena medida, al tono de mea culpa y rectificación que imprimió a su final de campaña. Sin embargo, la conclusión que extrajo del recuento es que las urnas le habían dado la razón, y más precisamente en aquello de lo que el presidente pareció haberse retractado. Eso fue lo más diabólico del 23-J, también para muchos socialistas. El propio García-Page, Felipe González, Alfonso Guerra y Jesús Eguiguren entre los señalados.

La diabólica aritmética resultante permitió que el independentismo catalán no tuviese que pensar siquiera en las causas que le llevaron a perder más de 700.000 votos en las generales, hasta acabar relegados ERC y Junts al tercer y cuarto puesto del ranking en aquella comunidad. Pero sentirse por un momento clave de bóveda para salvar a la España constitucional del naufragio permitía curarlo todo. Máxime si a cambio el presidente del Gobierno del Estado se retracta, esta vez en sentido inverso, hasta reconocer –explícita o implícitamente– la licitud de todos los hechos del ‘procés’.

Es la dramática trascendencia con la que desde el Ejecutivo en funciones se explica tal posibilidad lo que desconcierta a muchos de sus propios. Viene a decirse que con la amnistía se acaba de cerrar el círculo de la solución al problema catalán, y para siempre. Después de haber dado por desinflamado el conflicto. Mientras Carles Puigdemont insiste en presentarlo como una oportunidad histórica para nada menos que resarcir a los catalanes del oprobio de 1714. El socialismo de Sánchez se ufana de que, esta vez, Puigdemont se ha avenido a negociar. Más bien a enredárselo todo hasta el infinito a los propios socialistas. En vísperas del 23 de julio, Pedro Sánchez optó por atribuirse la distensión en y con Cataluña rebajando el tono triunfalista de semanas anteriores, no fuese que el escrutinio le diera la espalda.

Ahora se muestra convencido de que el engarce de Cataluña en España se encuentra en sus manos. Solo que a un precio que podría devolver a Carles Puigdemont al puente de mando de la Generalitat.