JOSÉ MARÍA RIDAO-EL PAÍS

  • En España la polarización no tiene tanto que ver con la definición de política acuñada por Carl Schmitt como con el peligro de bloquear la dialéctica del amigo y el enemigo con variantes de la idea de guerra justa

Una de las causas a las que se responsabiliza con más frecuencia de la extrema polarización que se ha instalado en las principales democracias del mundo es la adopción de la dialéctica entre el amigo y el enemigo, teorizada por Carl Schmitt en El concepto de lo político. Carl Schmitt pasa por ser el arquitecto jurídico del nazismo, al que habría proporcionado conceptos y argumentos imprescindibles para dinamitar desde dentro la Constitución de Weimar; conceptos y argumentos como la distinción entre los diversos sentidos que alberga una Constitución o la incorporación del estado de excepción a la definición del soberano y la soberanía. Si al amplio catálogo de formulaciones teóricas que elaboró como jurista se suma el hecho de su vinculación personal con el nacionalsocialismo, si no tan estrecha, sí, al menos, tan equívoca como para que los aliados considerasen procesarlo en Núremberg a raíz de una denuncia de Karl Löwenstein, basta mencionar su nombre y su definición de lo político para que adquiera cierta verosimilitud el diagnóstico de que, en efecto, es la adopción generalizada de la dialéctica schmittiana lo que amenaza los sistemas democráticos.

Aunque en los últimos años la bibliografía sobre Carl Schmitt se incline por describirlo como un oportunista dispuesto a adaptarse como jurista y como persona a la conveniencia política del momento —según harán, entre otros, Helmut Queritsch u Olivier Beaud basándose en sus respuestas en los interrogatorios de Núremberg, tras los que quedó en libertad—, lo cierto es que su biografía no resulta en ningún caso ejemplar. En realidad, el problema que suscita Carl Schmitt no es diferente del que a lo largo de la historia del pensamiento, y aun en nuestros días, plantean Maquiavelo, Hobbes o Nietzsche, autores en cuya estirpe es fácil situarlo. Todos ellos, incluido Schmitt, comparten un rasgo que, a falta de mejor definición, cabría describir como radical, pero radical en un sentido que desmiente el más común de extremista. La obra de Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche es radical entendiendo por radical la capacidad de prestarse a un singular doble uso en la relación entre la teoría y la práctica políticas. Es decir, se trata de obras que, interpretadas como descripción de los mecanismos del poder, legitiman la disidencia, fundamentando la democracia, mientras que, interpretadas como programa, conducen al autoritarismo y a los sistemas liberticidas. Para entendernos, sostener que detrás de la verdad solo está la fuerza, según hará Nietzsche, permite, en tanto que descripción, relativizar cualquier verdad, oponiéndole alternativas, pero también, en tanto que programa, imponer mediante la fuerza cualquier idea, rigurosamente cualquiera, sacralizándola como verdad.

Además de en El concepto de lo político, Carl Schmitt aborda la dialéctica entre el amigo y el enemigo en Ex captivitate salus, un breve pero enjundioso alegato personal escrito durante una de sus estancias en prisión tras la derrota alemana de 1945. La lectura combinada de ambos textos revela la indisoluble continuidad que existe para Schmitt en cualquier lucha por el poder, sea en el interior de un Estado o entre Estados diferentes. Tanto en un caso como en otro, viene a decir Schmitt, opera la dialéctica entre el amigo y el enemigo, una dialéctica que, dejada a su libre desarrollo —a su irreductible contingencia—, puede conducir al exterminio de una de las partes si así lo decide la que prevalece, pero que también puede llevar a un acuerdo si ambas partes concluyen que es lo que mejor conviene a sus intereses respectivos. La dialéctica entre el amigo y el enemigo se opone para Schmitt a la noción de guerra justa, esto es, a un género de guerra, y, en general, de conflicto político, en el que sólo una de las partes encarna por definición la causa de la justicia. Reclamar esta justicia esencial de la propia causa es, siempre según Schmitt, una forma de bloquear el libre desarrollo de la dialéctica que caracteriza lo político, negando la igualdad entre las partes y creando, así, las condiciones para la barbarie, según sucedió en las guerras de religión que siguieron a la Reforma. Porque si la guerra es justa, dice Schmitt, el enemigo es necesariamente injusto, puesto que, mediando la victoria, la justicia que se arroga una parte convierte a la otra, no en vencido, sino en pecador, en hereje, en delincuente. Por eso, si se bloquea la dialéctica entre el amigo y el enemigo a través de una causa exterior a ella, de una causa esencial, no bastará con que el vencido padezca la derrota, sino que, además, será acreedor del castigo que determine a su antojo el vencedor.

Para esta caracterización de la dialéctica entre el amigo y el enemigo, la polarización que se ha instalado en las principales democracias del mundo no tendría tanto que ver con la definición de lo político que establece Carl Schmitt como con el peligro de bloquear esa dialéctica con alguna variante de la noción de guerra justa. El deterioro institucional en España resultaría ilustrativo a estos efectos, en múltiples sentidos. En primer lugar, en el sentido de que la banalización de las doctrinas políticas, y, en general, de todo conocimiento solvente provocado por el asfixiante exceso de la opinión —si es que las tertulias y el columnismo de trinchera tuvieran algo que ver con la opinión—, ha llevado a creer que el principal problema de la dialéctica schmittiana es que recurra al término enemigo en lugar de adversario, reduciendo una cuestión teórica decisiva a una mojigatería semántica. Pero, en segundo lugar, el caso de España resulta ilustrativo porque, al ignorar que para Schmitt la Constitución de 1978 sería un resultado de la dialéctica entre el amigo y el enemigo tanto como lo fue la guerra de 1936, se ignoran los esfuerzos para bloquearla y negar su contingencia que vienen realizando fuerzas políticas de signo diferente, invocando alguna causa que, no por ser de su invención, deja de encarnar, según sostienen, la justicia esencial que les asiste. Ocurrió con la división de los ciudadanos entre la casta y la gente. O más recientemente con las llamadas a la movilización de los españoles de bien, dando a entender que otros no lo son en virtud de sus convicciones políticas o del sentido de su voto.

Con todo, la causa que estaría bloqueando el libre desarrollo de la dialéctica schimittiana entre el amigo y el enemigo durante los últimos años en España, la causa que estaría convirtiendo el sistema constitucional en el campo de batalla de una nueva guerra justa que puede llegar a destruirlo, es la causa de la nación. No de esta u otra nación, sino de la nación en general, de la nación como una de esas causas justas que, según advierte Schmitt, excluyen de antemano la posibilidad de que haya justicia en las posiciones del enemigo. ¿De verdad cambiarían mucho las cosas si, para desmentir a Schmitt, se hablara de la dialéctica entre el amigo y el adversario, sabiendo que, de seguir invocando la nación como causa justa, ese adversario debe ser necesariamente descrito como pecador, hereje o delincuente, exactamente igual que el enemigo? La polarización en torno a la idea de nación ha llegado tan lejos que, al final, ha terminado por perderse de vista que la noción de España plural responde tanto como la de España una a la pregunta nacionalista de qué es España, cuando la pregunta liberal por antonomasia, la pregunta que restablecería el libre desarrollo de la dialéctica schmittiana en su uso democrático y no liberticida, es cómo se gobierna. Ayer, la respuesta fue una Constitución contingente que dejó abierta la dialéctica. Hoy, por el contrario, una proliferación de naciones esenciales, unas o plurales, que hace sobrevolar sobre nuestras cabezas las sombras agoreras de las guerras justas.