ABC-IGNACIO CAMACHO

En la escena electoral se ha colado el debate de la caza, con el que Vox ha captado muchos votos rurales bajo radar

COMO la vida es mucho más compleja que el esquema habitual de pensamiento de cierta progresía urbana, en el escenario electoral español se ha colado de forma inopinada el debate de la caza, que era una cuestión subterránea hasta que el ecologismo Disney, de un lado, y Vox de otro, la han colocado en el centro del mapa. El partido de la derecha brava ha llenado su morral de votos rurales moviéndose bajo radar en esos pueblos de la Andalucía serrana donde la izquierda del PER sestea sin enterarse de lo que sucede en sus mismas barbas. Mucha gente del campo mantiene con la cacería una relación natural y ordinaria, mucho más comprometida con el medio ambiente que esa ministra despistada cuya superficial vocación prohibicionista ha provocado la razonable alarma del presidente de Castilla-La Mancha. Los gobernantes socialistas más apegados a la realidad cotidiana se han dado cuenta de la amenaza que el Gobierno bonito ha desatado con sus narcisistas poses de salón contra «la caspa», despectivo término que un tipo tan sensato como Ábalos –hijo de torero– ha aplicado sin mayor miramiento tanto a la actividad cinegética como a la tauromaquia. Ese desdén de apariencia ilustrada demuestra un notable desconocimiento de las claves sociológicas de España, común en un displicente progresismo a la violeta que trata con ignorancia el mundo de las comarcas agrarias. Esos «lugares fuera de sitio», por decirlo con la expresión de Sergio del Molino, que para la mentalidad dominante representan una especie de rémora rancia, condenada a la extinción frente al esplendor de la pujante vida ciudadana.

Fue Ortega quien en «La caza y los toros» expresó con desapasionado rigor ético y analítico hasta qué punto esas dos pasiones nacionales son mucho más que un vestigio castizo. A la vieja controversia intelectual y social se ha unido la moderna corriente, tan respetable como sobredimensionada, del animalismo, que ha convertido la compasión en una ideología con un correlato político de superioridad moral que ya ha provocado –en torno a Trump– una rebelión silenciosa en Estados Unidos. Ahora despiertan también entre nosotros esos hillbillies cansados del trato peyorativo que le infligen a diario, desde las plataformas de opinión pública, los adalides de un posmodernismo frívolo aficionados a dictar conductas basadas en sus propios principios. Algunos dirigentes de olfato fino, como Page o Vara, han venteado el peligro de la arrogancia de sus colegas capitalinos que desconocen lo que se cuece cada mañana en el monte o la dehesa, entre encinas y olivos, allí donde la naturaleza y el ser humano cruzan sin agredirse, con mutuo respeto, sus destinos. Y ante el temor a una hecatombe electoral se esfuerzan por disipar malentendidos a tanto ecologista diletante que cree que el campo es ese pintoresco sitio en el que los corderos, los cerdos y los pollos corretean vivos.