LA CIUDAD DESCOSIDA

ABC-IGNACIO CAMACHO

La rebelión pendiente de Barcelona no es contra el Estado sino contra el desvarío identitario que la arrastra al colapso

COMO toda creencia populista, el nacionalismo resuelve sus contradicciones echándole a otro la culpa de todos los fracasos propios. Cualquier frustración queda conjurada mediante la invención de un enemigo al que atribuir todo lo que perjudique al proyecto colectivo; la existencia de ese antagonista ficticio evita al pensamiento (?) nacionalista el compromiso de enfrentarse a la incertidumbre de destino. Así, es de sobra conocido el éxito propagandístico que en Cataluña ha obtenido la idea de señalar a España como responsable exclusivo del conflicto; la construcción minuciosa de ese mito victimista refuerza el sentido de pertenencia a la tribu, crea una conciencia social de pueblo oprimido y libera a los dirigentes separatistas del enojoso cometido de dar explicaciones sobre sus numerosos estropicios.

Además de las triunfantes teorías del expolio fiscal, de la democracia secuestrada o de la maquinaria represora, la supuesta desafección española sirve también para excusar la patente decadencia de Barcelona. La ciudad que no hace mucho era ejemplo de modernidad, diseño y progreso ha degradado su brillante modelo en una vertiginosa espiral de aislamiento. Su aspiración de capitalidad mediterránea declina por una pendiente de mediocridad, rutina y tedio, sin que la sociedad civil –y la política mucho menos– encuentre el modo de devolverle el esplendor pretérito. Entre el soberanismo y el populismo la han convertido en la meca de los antisistema europeos. Han frenado la economía, lastrado el turismo y desacelerado la competitividad; la belleza es más difícil de destruir pero están en ello y lo lograrán si no frenan el proceso de autocomplacencia y ensimismamiento.

Sin embargo, para muchos de sus habitantes no hay otro problema que el de un Estado que cercena su voluntad de independencia. Gran parte de la mesocracia heredera de la antigua pujanza burguesa ni siquiera es capaz de rebelarse ante esta oleada violenta que arrasa su paisaje urbano en un rabioso frenesí de hogueras. Se resiste a entender o a admitir que está ante un desguace de la convivencia y que ese cisma cívico no viene de fuera. Barcelona se halla en un punto crítico que puede ser de no retorno si su gente no se da cuenta de que tiene en juego no ya su prestigio sino su condición de ciudad abierta. Le falta liderazgo, proyecto y referencias, y los que tiene van en dirección opuesta a su tradición cosmopolita, vanguardista y moderna.

Si ese tejido dinámico se descose o se pierde será muy difícil recuperarlo: no desde luego a corto plazo ni con una dirigencia envuelta en un designio iluminado. Lo que los sucesos de esta semana han aventado es el peligro de colapso que late detrás del desvarío identitario. La rebelión pendiente de los barceloneses y de los catalanes en su conjunto no es contra el Estado, sino contra la distopía que los conduce por el camino equivocado.