Arcadi Espada-El Mundo
ASOMBRA y casi estremece la naturalidad con que se aceptan los últimos sondeos sobre las elecciones catalanas del 21 de diciembre. He ahí a dos millones que insisten en volver a dar su apoyo a los que han llevado a Cataluña a la ruina y al ridículo. Y ningún político se encara con ellos preguntándoles si no se les cae la cara de vergüenza. En la dialéctica política (y también en la periodística) rige la máxima de que el cliente siempre tiene razón, aunque los clientes digan cosas contradictorias. Rige incluso para aquellos que critican las políticas de apaciguamiento. Un partido puede criticar al Gobierno porque aún trate de contentar, con nuevas concesiones, a los desleales. Pero ese partido se guarda muy mucho de criticar a los desleales más allá de sus élites. Para los votantes rige la política de la irresponsabilidad. A mí me cuesta comprenderlo: siempre preferiré que se encaren conmigo pidiéndome cuentas antes de que me tomen por un pobre pelele hechizado en manos de su líderes. Lo que deberían hacer los constitucionalistas con los dos millones es mandarlos al rincón de pensar. Al menos por estas elecciones. Pero quia. Hay algún constitucionalista (más o menos) que, lejos de ello, mete algún troyano en su lista, tipo ese Espadaler al que solo la apaciguadora actitud del Estado durante el 9 de noviembre ha librado de la cárcel.
El rincón de pensar no es retórico. La única posibilidad de que el constitucionalismo lograra una mayoría de gobierno sería a través de una notable abstención selectiva, forzada más fácilmente por el avergonzamiento público del votante nacionalista que por su halago vergonzante. Una de las anomalías perniciosas de la política catalana es la ortopédica movilidad del voto nacionalista. En estos cuarenta años de autonomía votantes tradicionales de populares o socialistas han dado a veces su voto a Convergéncia. Pero mucho más anecdótica ha sido la posibilidad contraria, es decir, que votantes tradicionales del nacionalismo se aventuraran extramuros de su zona de confort. La irrupción de Ciudadanos –cuyo propio líder ha confesado que alguna vez votó a CiU– no ha cambiado esta línea general. Entre otras razones por la rapidez con que las cabezas de huevo nacionalistas, pero también socialdemócratas, se apresuraron, incluso cuando aún no había nacido, a tildarlo de partido ultraderechista. La berroqueña inmovilidad del voto nacionalista tiene, en cualquier caso, una clave ontológica: se trata de gente que descarta el voto a determinados partidos no por lo que hacen sino por lo que son.