Ignacio Camacho-ABC

  • El peinado convencional de Iglesias es el símbolo líquido del desfondamiento del 15-M como proyecto político

El prestigio del que gozó, y aún goza, el 15-M tiene su base en la perpetua fascinación de la izquierda por los discursos antisistema. El pensamiento hegemónico siente una suerte de hipnótica nostalgia de las propuestas revolucionarias que tuvo que aparcar para instalarse en el poder, y las magnifica como una especie de autohomenaje a la juventud perdida. Por eso aquella eclosión de plazas llenas, donde la sociedad líquida del zapaterismo lloraba por la evaporación repentina del Estado proveedor y del mito de la felicidad gratuita, se benefició de la honorable aureola de una reivindicación de la utopía. En realidad se trataba sólo de un desengaño adolescente ante el descubrimiento de que el bienestar universal, la Jauja subvencional, se había disipado en la evidencia de un rotundo fracaso. Por supuesto que también hubo parte de buena fe y de regeneracionismo bienintencionado, pero esa pátina de idealismo y desencanto no era más que la reacción egoísta y enfurruñada del niño al que se le rompe un regalo. Una mentalidad madura nunca habría acabado destilando, como sucedió, un proyecto de explotación del resentimiento a base de populismo autoritario.

El remordimiento del progresismo sedicente propició la construcción de un relato catastrofista que convertía el evidente desgaste del sistema en el combustible de un movimiento de ruptura. La reputación y el magnetismo de toda protesta multitudinaria agrandó su impacto de opinión pública, pero el inmediato triunfo aplastante de la derecha demostró que la convulsión social no era tan profunda. Sin embargo sirvió para alentar un modelo político de impugnación de los mecanismos representativos cuyo único logro tangible ha sido la demolición de la estabilidad estructural del bipartidismo. El eslogan de «democracia real», un dicterio demagógico contra la legitimidad parlamentaria, fue la mecha disruptiva que el viejo comunismo, arrumbado desde la caída del Muro, necesitaba para dotarse de una respetable identidad falsa. Iglesias y sus colegas tuvieron la intuición y la habilidad necesarias para tocar la flauta de Hamelin y camuflar una franquicia bolivariana bajo el disfraz de un proceso constituyente de nueva planta.

Ese impulso insurgente desaprovechó su ‘momentum’, que lo tuvo, no por falta de audacia sino por minusvalorar el peso específico de la política dinástica. Y porque al fin y al cabo escondía algo tan natural y prosaico como la voluntad de desclasamiento de un grupo de universitarios acostumbrados a interpretar las complejas relaciones institucionales con criterio cinéfilo. Daño han hecho, sobre todo el de sembrar la escena pública de hostilidad y de veneno. Pero el asalto a los cielos se quedó en la incompetente gestión de unos ministerios subalternos, en un chalé en la sierra y en una coleta cimarrona talada por un peluquero. En definitiva, en una tomadura de pelo.