Ignacio Varela-El Confidencial
- Quienes vivieron arrejuntados 5 años, contraen nupcias oficiales que serán tan duraderas como se les permita mantenerse en el poder
Cabe suponer (¿o no?) que los estrategas monclovitas que decidieron concentrar en una misma sesión del Congreso los presupuestos, el impuesto contra los ricos y la supresión de la sedición como delito (es decir, su legalización no solo de facto, sino también de iure) calibraron las implicaciones y derivaciones de forzar ese maridaje de cuestiones aparentemente autónomas y dispares.
Ayer no hubo tres votaciones en el Congreso, sino una misma votación en tres actos. El contenido real de lo que se votaba fue idéntico en las tres ocasiones. Se trató, por una parte, de compactar y dar formalidad a la sociedad de socorros mutuos que viene funcionando como realidad de hecho desde la moción de censura que elevó al poder a Sánchez; y, por otro, de presentar en sociedad, en la antesala del año electoral, una confederación de fuerzas políticas con vocación de permanencia. No ya una alianza circunstancial, sino una fórmula de gobierno a largo plazo, compactada en torno a objetivos comunes y compromisos igualmente de largo plazo.
Quienes vivieron arrejuntados durante cinco años, contraen nupcias oficiales que serán tan duraderas como se les permita mantenerse en el poder. Sánchez, Iglesias o Yolanda, Junqueras y Otegi (con la escolta siempre condicionada del PNV) fueron en origen compañeros de viaje; ahora pasan a ser familia y se muestran como tal. Uno para todos y todos para uno: en adelante, quien vote a uno de ellos debe saber que está votando también a los demás. El llamado superjueves fue la firma pública del contrato de arras de este casamiento múltiple. Cada sí voceado por un diputado socialista a la desprotección penal de la Constitución debió ser un aldabonazo en la conciencia colectiva de ese partido —si es que queda algo de ella-.
Resulta un poco tardío descubrir a estas alturas que la denominada mayoría de investidura contuvo desde el principio un pacto férreo para toda la legislatura. Ahora que esta ya se aproxima a su fin, se da un paso adelante y aparece, como compromiso de futuro, lo que Pablo Iglesias (auténtico padre intelectual de la criatura) bautizó como “bloque de poder”: la fusión funcional de la izquierda socialpopulista con la galaxia completa de los nacionalismos destituyentes para alumbrar un consorcio capaz de ocupar duraderamente “la dirección del Estado” (no solo del Gobierno, atención al matiz).
Mediante el control exhaustivo de todos los resortes de ese mismo Estado, se consolidaría una mayoría imbatible que anularía en la práctica cualquier posibilidad de alternancia en el poder durante un periodo que, en la calenturienta ideación del caudillo populista, no se mediría en años sino en décadas. Fue ese sugestivo horizonte lo que fascinó al insaciable Sánchez y lo condujo a depositar todas sus fichas en esa traviesa. Ello exigía, como requisito previo, desactivar cualquier foco de resistencia presente o futura en el antiguo partido socialdemócrata conocido como PSOE, conservando únicamente el título de propiedad sobre la denominación de origen. Y, como método, instalar la polarización de bloques en la vida pública: no como consecuencia indeseada de una discrepancia o una fractura social, sino como necesario presupuesto estratégico de un plan de laboratorio de largo alcance.
En su primera fase como presidente, la del Gobierno de los 84 escaños, Sánchez aseguró mil veces que no había adquirido ningún compromiso político o programático con nadie, de tal forma que sus tropas —todavía en periodo de doma— tranquilizaran su conciencia admirando a la vez la asombrosa habilidad del líder para sobrevivir sobre el alambre con un 24% de los diputados como todo soporte.
En las elecciones de abril de 2019, para cubrir todos los flancos, jugó a sembrar la confusión sobre sus eventuales alianzas. Insatisfecho con el resultado electoral, la increíble ceguera de un Rivera ensoberbecido le ayudó a endilgar a Ciudadanos la culpa entera del sabotaje de aquel Gobierno posible de centroizquierda con 180 diputados que el propio Sánchez empezó a reventar en la noche electoral, ordenando que colocaran bajo el balcón de Ferraz comandos de “espontáneos militantes” gritando: “¡Con Rivera, no!”. Después, dispuso una trampa a Iglesias en forma de veto personal y así llegó a lo que se había propuesto: repetir las elecciones, en las que alguien le hizo creer que arrasaría.
En esa campaña mintió solemnemente sobre sus intenciones, jurando que jamás se le vería compartiendo un Gobierno con Podemos, pactando con los independentistas y, mucho menos —vade retro, Satanás—, sentado con Bildu. Tras el segundo pinchazo, tardó 24 horas en montar la escena del abrazo con el líder podemita (no tuvo tiempo ni de reunir a la ejecutiva de su partido) y poco más en entenderse con Junqueras y Otegi.
Durante toda la legislatura se ha alimentado la especie de que la llamada mayoría Frankenstein sería un mal necesario, una especie de sacrificio provisional en aras de la gobernabilidad, obligado por una arquitectura parlamentaria complicada y por el obstruccionismo de la oposición, que no arrimaba el hombro firmando el cheque en blanco que se le exigía. La crecida de la extrema derecha resultó un recurso valiosísimo para mantener la polarización en todo lo alto (amigos para siempre: ahora Vox ha devuelto el favor ayudando groseramente a santificar a Irene Montero en su momento de máximo descrédito).
Desde que llegó al poder, Sánchez no ha cesado de suministrar dosis masivas de ansiolíticos —más bien placebos— para facilitar a los escrupulosos de su campo la digestión de un encamamiento concupiscente con las fuerzas de la contra-Constitución. “No le han dejado otro remedio”, es la excusa que más veces he escuchado en estos años a tantas personas sensatas, aquejadas de voluntariosa presbicia temporal para justificar lo que ellas jamás se habrían permitido.
Pues bien, sesiones como la de ayer en el Congreso poseen un saludable efecto clarificador cuando se aproxima de nuevo el momento de votar. Cada día se estrecha más el margen para el autoengaño. En su contundente victoria parlamentaria, celebrada con alborozo por los palafreneros mediáticos del oficialismo, podría anidar la semilla de dos derrotas consecutivas: la de mayo y la de las generales cuando vengan.
Puede haber dudas sobre la futura dependencia de Feijóo respecto a Vox: dependerá de cómo quede la relación de fuerzas en el bloque de la derecha tras la doble cita electoral de 2023. En el otro campo, todas las dudas están ya despejadas. Volados a conciencia los puentes de la centralidad, la permanencia de Sánchez en el Gobierno durante cuatro años más (que en su intención serían muchos más) queda asociada irreversiblemente al “bloque de poder” que lo ha sostenido hasta este momento, con todo lo que ello comporta.
Ha nacido una nueva confederación de fuerzas políticas en la que el viejo PSOE queda subsumido por voluntad propia
El partido de Sánchez ya no es dueño de su destino: se debe a la nueva familia política en la que se ha integrado. Lo que comenzó presentándose como un recurso de gobernabilidad devino en un proyecto político en sí mismo. Ha nacido una nueva confederación de fuerzas políticas en la que el viejo PSOE queda subsumido por voluntad propia. La papeleta de Sánchez en 2023 llevará inscritos a fuego los nombres de sus socios presentes y futuros, y viceversa. Si en esas condiciones lo siguen respaldando, que les vaya bonito.