- El autor asegura que defender hoy la Constitución es defender la democracia y contener el avance de ideólogos e ingenieros sociales que amenazan la libertad.
Una de las consecuencias de ser historiador de la vida política es que abordamos las situaciones con perspectiva temporal. Sabemos que ninguna época es permanente. Todo tiene su ciclo, como ya señaló Edward Gibbon hace casi 250 años. Además, los que nos acercamos al fenómeno histórico sin un condicionante ideológico no creemos en los determinismos. Esto no quita que veamos las señales que indican lo irreversible de una crisis.
Es imposible volver a la situación de la Transición, a aquel Zeitgeist, a ese espíritu que animaba al consenso, a la convergencia de centros, a la paz. Tampoco la situación aventura que la inclinación social que hoy existe sirva para construir una convivencia como entonces, sino todo lo contrario. El “activismo” y el partidismo actuales tienden a la disgregación y al enfrentamiento, a liderar un poder constituyente, a lo Toni Negri, contra más de la mitad de España.
Tras 42 años de vida constitucional es palpable el desprecio a los usos democráticos, la falta de respeto al adversario, y la desfachatez con la que los totalitarios intentan dar lecciones de democracia. Es un insulto que Otegui diga que viene a democratizar España, y que a continuación los socialistas y los comunistas del Gobierno se feliciten por contar con el terrorista como muñidor de su política, en lugar de tener a su lado a los constitucionalistas.
Es el tiempo de los ingenieros sociales, de la atmósfera totalitaria: contra eso debe servir una Constitución
Es conveniente, llegados a este punto, que distingamos entre el mito del constitucionalismo y la teoría constitucional. Es cierto que es poco útil, o un engaño, considerar que una Constitución es un contrato social que define lo que es un pueblo, y que, por tanto, es una sagrada escritura del génesis, definición y misión de una nación. Sin embargo, la teoría constitucional, lo práctico, nos indica que una Constitución es también otra cosa.
Los liberales conciben un texto constitucional no como un big bang político, un principio creador, sino como una salvaguardia de la libertad frente a la arbitrariedad del poder. Esto es especialmente importante en un tiempo en el que el Estado crece sin fin, se entromete en la vida privada, y reglamenta todo acto y pensamiento.
Estamos en el momento álgido de la idolatría del Estado, en el tiempo de los ingenieros sociales que aprovechan la atmósfera totalitaria que padecemos. Contra esto debe servir una Constitución, como un freno más a esa pulsión que aniquila la libertad.
Manuel García Pelayo escribió que una Constitución debía dar confianza social, seguridad jurídica y estabilidad política. Hoy esto no ocurre. El texto de 1978 es cuestionado como norma jurídica porque el relato del Gobierno socialcomunista y de sus aliados se funda en deslegitimar sus pilares y el proceso por el que fue aprobada. Tampoco es vista la Constitución como un orden de la vida política desde el momento en el que hay dos bandos: constitucionalistas y rupturistas.
No podemos obviar que los fines de una parte importante del panorama político español pasan por desmontar la Constitución de 1978, no para una reforma que mejore la convivencia, sino por considerarla un obstáculo a sus sueños totalitarios. Quieren que el texto y las instituciones respondan a su ideología particular, que una simple Cámara ordinaria como es hoy el Congreso se convierta en una asamblea constituyente a espaldas de la ley y del consenso verdaderamente mayoritario.
Estamos en ese momento en el que el totalitario no llama a la puerta de la democracia porque ya está dentro de la casa
A esto responden las ansias por controlar el CGPJ, el ataque a las autonomías díscolas con el Gobierno, y las campañas contra la institución monárquica. Estamos en ese peligroso momento en el que el totalitario no llama a la puerta de la democracia porque ya está dentro de la casa.
La defensa de la Constitución, por tanto, no se ha convertido en una cuestión de fe, sino de democracia. Esto es necesario ahora que es más flagrante que nunca que no existe separación entre el Ejecutivo y el Legislativo. Cuando el parlamentarismo se ha convertido en un mercadeo partidista que nada tiene que ver con el interés general. Es preciso en este momento en el que el Gobierno, tras colonizar el Estado, prepara el asalto al poder judicial. Hoy, digo, resulta más imperioso que nunca aferrarse a lo que todavía queda para contener la arbitrariedad del poder: la monarquía, el deseo de independencia judicial, y la descentralización constitucionalista.
Vuelvo al principio, al pesimismo del realista político, a esa visión de historiador que descubre las etapas de los periodos. La nueva política ha fracasado. No existen costumbres democráticas. La nueva generación valora más la dádiva estatal que la libertad. La tensión social es palpable, pendiente aún de que la crisis económica aumente el desempleo. No olvidemos que España tiene la peor tasa de toda la Unión Europea, con un 26,6% de parados.
Raymond Aron escribió que los franceses estaban acostumbrados a debatir sobre el mundo ideal, y que carecían del gusto de “pensar sistemáticamente su política y mirar las cosas como son”. Los anglosajones, dijo, eran distintos, más prácticos; de ahí la supervivencia exitosa de la democracia norteamericana y de la libertad británica. Los ideólogos frente a los filósofos de la política.
Son los ideólogos, esos ingenieros sociales que creen que deben corregir a los ciudadanos para crear el Hombre y la Sociedad nuevos, perfectos, coincidentes con su proyecto político exclusivo, quienes están estropeando la democracia española. La defensa de la Constitución, es triste y significativo decirlo, se ha convertido hoy en la prioridad de los demócratas frente al poder y a la nueva clase política que pretende emerger.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.