Joseba Arregi-El Correo

Es sabido, y consta además en alguna sentencia del propio Tribunal Constitucional citada en sentencias del Tribunal Supremo, que la Constitución española reniega de la idea de democracia militante. La Constitución pretende la cuadratura del círculo: establecer los límites dentro de los que se debe desarrollar la actividad de la política y de las instituciones democráticas -sumisión de la voluntad soberana al imperio del derecho- sometiendo al mismo tiempo esta voluntad constituida limitada a la libertad de crítica, a renegar de ella, a defender lo contrario de lo que significa.

Da la impresión de que la propia Constitución coloca uno de los principios contenidos en ella, la libertad de opinión y expresión, por encima de sí misma. En estos tiempos de crisis de los medios tradicionales de comunicación estos proclaman -comprensible- la libertad de expresión en términos casi absolutos, y derivado de ella su función como salvaguarda principal de la democracia.

Pero se podría pensar que la libertad de expresión de poco vale si no está sustentada y enmarcada en la libertad de conciencia como la matriz del resto de libertades fundamentales: es la conciencia y su libertad la que dota de dignidad a la persona humana, dignidad que es inviolable. Pero la libertad de conciencia de cada persona está limitada por la libertad de conciencia de los demás: si considero mi libertad de conciencia como absoluta buscaré imponérsela a los demás, negando así la de ellos. La libertad de conciencia es una libertad autolimitada en cuanto implica la libertad de conciencia de los otros. La limitación es un valor consustancial a las constituciones democráticas, y por lo tanto de los principios incluidos en ella. Es un sinsentido que un principio albergado en una Constitución y garantizado por ella sirva para poner en cuestión la misma y defender lo contrario de lo que defiende esta, pues en este caso no necesitaríamos constitución alguna y nos ceñiríamos a la voluntad soberana de cada uno, voluntad soberana -en el sentido de Bodino- destrozando la comunidad política.

Cabe preguntarse si la negación de la democracia militante en nombre de una Constitución tan liberal que permite pensar y defender lo contrario a ella no debiera llevar a considerar que la República Federal de Alemania no es democrática, pues defiende claramente la idea de democracia militante: los partidos políticos NPD y KPD, continuadores del nacionalsocialismo y del comunismo, fueron prohibidos por el Tribunal Constitucional alemán en la década de los cincuenta del siglo pasado por perseguir fines contrarios a los principios de su Constitución. Para ser considerado democrático en Alemania es preciso defender los principios consagrados en su Constitución. La Constitución alemana exige de sus ciudadanos y de sus instituciones ser militantes a favor de la democracia defendiendo los principios sobre los que se asienta su Constitución.

En el debate político español la Constitución se ha convertido en el muñeco del pim-pam-pum. Se ha pretendido reformar la Constitución por la puerta de atrás de las reformas estatutarias. Las sentencias del TC, el defensor de la Constitución, han dejado de ser aplicables a todos. El Parlamento de Cataluña puso en suspenso la Constitución y el Estatuto derivado de ella, ejerciendo el poder legislativo sin su legitimación. Los partidos que lo hicieron prometen volver a ejercer el derecho de autodeterminación prohibido por la Constitución. Y no sucede nada.

Se asume que el Congreso de los Diputados no es la representación del conjunto de la nación política sino de partes distintas del Estado sin que algunas de ellas acepten formar parte del conjunto. Se asume que quienes son representantes ordinarios del Estado en sus comunidades autónomas no acudan a las celebraciones del documento sobre el que se asienta el uso legítimo del poder que ejercen. Se ha convertido en costumbre que para acceder al cargo de representante de los ciudadanos en el Congreso o en algunos parlamentos autonómicos no sea necesario jurar o prometer la Constitución -¿en nombre de qué legitimidad ejercen el poder legislativo que obliga a los ciudadanos a cumplir la ley?-.

La falta de militancia democrática y constitucional -si no quiere esta, escoja usted cualquier otra-, la idea de una Constitución que no se defiende a sí misma empuja a que se convierta en artefacto de la lucha partidista, apropiándose unos de la Constitución y negando lealtad constitucional a otros, estos tildando de reaccionarios y no demócratas a los unos. El resultado está escrito en la historia del fracaso de la Constitución de Weimar. La única forma de hacer frente a este peligro real no es criticar el uso partidista de la Constitución, sino exigir de todos los partidos políticos una comprensión militante de la Constitución y de la democracia, un consenso sobre el que se pueden dirimir el resto de disensos que conforman la vida democrática.