MANUEL ARAGÓN REYES-EL PAÍS
- De aprobarse el proyecto sobre la elección del CGPJ se destruirá el equilibrio que rige la división de poderes
Cuando en 1985 se reformó el Consejo General del Poder Judicial atribuyendo también a las Cortes Generales la elección de los 12 miembros correspondientes a los jueces y tribunales, el Tribunal Constitucional lo avaló en una discutida sentencia en la que advertía, no obstante, acerca de los problemas que ello podría generar. Y eso que aquella reforma exigía que la elección parlamentaria de los 12 miembros lo fuera por la misma mayoría, tres quintos, que la Constitución había previsto para los ocho restantes. Me atrevo a afirmar que si no hubiera sido así el Tribunal la habría anulado por entenderla inconstitucional.
Ahora acaba de presentarse en el Congreso una proposición de ley orgánica, impulsada por los grupos parlamentarios de socialistas y Unidas Podemos, que, manteniendo la elección parlamentaria de esos 12 miembros, pretende que esa elección pueda serlo, en segunda votación, por mayoría absoluta. Resulta indudable que el retraso en la renovación parlamentaria del Consejo, que no es la primera vez que se produce, supone una reprochable deslealtad constitucional, como lo fue igualmente el insólito retraso de tres años ocurrido hace no mucho tiempo en la renovación de un tercio de magistrados del Tribunal Constitucional. El retraso es, pues, inaceptable, pero la proposición de ley presentada para resolverlo también lo es.
Al margen de la crítica razonable que cabría hacer por la utilización, para esta propuesta de reforma, de la vía de la proposición de ley en lugar de la del proyecto de ley, lo que impide el previo informe del Consejo de Estado y del Consejo General del Poder Judicial, lo más grave de la misma es, a mi juicio, su abierta contradicción con lo previsto en el artículo 122.3 de la Constitución.
Es cierto que ese precepto exige la mayoría de tres quintos para los ocho miembros del Consejo de elección parlamentaria, dejando a la ley orgánica establecer el modo de elección de los 12 restantes. Pero ello no significa que esa llamada a la ley orgánica pueda entenderse como una habilitación en blanco, algo que sería incompatible con la naturaleza del Consejo como órgano constitucional. El sentido de aquella habilitación estaba claro en el proceso constituyente: asegurado por el artículo 122.3 de la Constitución que los ocho juristas de elección parlamentaria habrían de elegirse por mayoría de tres quintos, se dejaba a la ley orgánica el modo en que habrían de elegirse los 12 restantes “de entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales”, términos que inducían, razonablemente, a entender que dicha elección no correspondería efectuarla a las Cámaras, sino a los propios jueces. Ese era, creo, el espíritu del artículo 122.3: asegurar que en la elección del órgano de gobierno del Poder Judicial participaran, además del Parlamento, el propio Poder Judicial, en coherencia con la garantía de la independencia judicial que la Constitución proclama y con el principio de división de poderes consustancial a la democracia que ella establece.
De ahí lo discutible de la reforma de 1985 y de la sentencia del Tribunal Constitucional que la avaló. No obstante, aun si se admitiera la constitucionalidad de que la participación de jueces y magistrados en la elección de los 12 miembros solo se integraría en un proceso de elección en el que al final la última palabra la tuviesen las Cortes Generales, de modo que estas serían, como ocurrió, las que elegirían a los 20 miembros del Consejo, lo que sí sería inadmisible es que, de ellos, ocho lo fueran por una mayoría de tres quintos y 12 por una mayoría inferior, como es la mayoría absoluta.
La correcta interpretación de la Constitución exige que se atienda, ineludiblemente, al espíritu y finalidad de sus normas, en este caso del artículo 122.3 de la Constitución, que, al imponer la mayoría de tres quintos para los miembros de elección parlamentaria, obliga a que esa misma mayoría también lo sea si esa elección parlamentaria se extiende a los 12 restantes. La Constitución no puede querer que el Parlamento, respecto del mismo órgano constitucional, elija a sus miembros con distintas mayorías, unos por tres quintos y a otros por mayoría absoluta, porque no puede querer que ese órgano, absolutamente crucial en nuestro sistema de división de poderes, dependa, como ocurriría si la reforma prosperase, de la democracia de mayoría y no de la democracia de consenso. Téngase en cuenta que si la proposición de ley se aprobase tal como se ha presentado, la mayoría absoluta que sostiene al Gobierno determinaría el 60% de la composición del Consejo, proporción a la que se añadiría la “cuota” que le correspondería en la elección de los ocho miembros de consenso, es decir, tendría un dominio casi pleno de la composición de uno de los órganos constitucionales más relevantes. El sistema de equilibrios que es la base de la división de poderes quedaría, simplemente, destruido.
A la Constitución hay que respetarla, en su letra y en su espíritu. Lo que no hace la reforma legal que se ha presentado. Deseo, por el bien de nuestra democracia constitucional, que esa reforma no prospere.
Manuel Aragón es catedrático emérito de Derecho Constitucional y magistrado emérito del Tribunal Constitucional.