Víctor Núñez-El Español 
 

Si uno atiende únicamente a los signos externos, a la epidermis de la política española, se diría que en nuestro país impera la más pulcra normalidad democrática.

Como cada año, los poderes del Estado se reúnen en el Congreso a rendir homenaje a la Constitución del 78. Las tropas desfilan tan lustrosas como siempre, la bandera se iza sin contratiempos y se recibe a los invitados a la tribuna de autoridades con la más exquisita cortesía parlamentaria.

Ante esta liturgia institucional bien engrasada, ¿quién, salvo los conspiranoicos, podría alegar que España está sumida en un proceso destituyente encubierto, liderado por el propio Gobierno de la nación?

Pero lo cierto es que mientras Sánchez se plantaba en las Cortes el pasado miércoles a teorizar que «la Constitución es el marco fundacional de nuestra convivencia», uno de sus emisarios acababa de reunirse en un país extranjero para discutir en secreto cuestiones concernientes a la soberanía nacional con el partido de un delincuente fugado, en una dramaturgia de conflicto armado internacional necesitado de mediadores.

Este 6-D rimó con el del año anterior, cuando Sánchez aprovechó un corrillo durante el acto conmemorativo del 44 cumpleaños de la Constitución para confesar que negociaba con los partidos sediciosos la rebaja del delito de malversación.

Y tampoco se ruborizó el PSOE a la hora de contravenir los principios constitucionales el mismo día que se conmemoran cuando, el pasado 31 de octubre, anunció su acuerdo con ERC sólo unas horas después de que la princesa Leonor jurara la Constitución.

Habrá quien diga que la concurrencia entre la proclamación de fidelidad al orden constitucional con la promoción de un cambio de régimen edificado sobre la primera piedra de la amnistía responde a un mero ejercicio de fariseísmo de quien se ve obligado a guardar las formas.

Pero es algo más complejo. Se trata de que el dosel de los festejos civiles solemnes permite albergar conjuras contra la propia esencia de lo que celebran. La preservación de una carcasa procedimental no sólo vuelve impotente al sistema político para enfrentarse a la mutación constitucional en que está inmerso, sino que su vacuidad permite justamente auspiciarlo.

La adscripción nominal a los fundamentos del régimen da cobertura de normalidad institucional a una situación de anomalía crítica y crónica. Y mientras la Puerta de los Leones se engalana con el baldaquino para recibir al vasallaje del 78, por la entrada trasera del Congreso unas elecciones generales se convierten en constituyentes. Y las iniciativas legislativas formalmente ordinarias se transubstancian por su contenido en fundacionales de un nuevo orden sin necesidad de un proceso de reforma del texto.

El significante vacío de la retórica constitucionalista es lo que permite a Francina Armengol, sin salirse de los parámetros de la legalidad y la legitimidad parlamentaria, ir desbrozando la senda hacia la España plurinacional y federal.

Ha identificado agudamente este proceso Hughes, al hablar de que el PSOE reinterpreta la música del 78 de otra forma. La Transición «la contarán de otra manera», sin renunciar a ella. Porque «el sanchismo no rechaza la Constitución. La retoma, se reapropia, la resignifica», hasta el punto de que «ser constitucionalista ya no es exactamente lo que nos decían que era, sino otra cosa, y no consiste en alzar la Constitución-fetiche sino el diálogo-fetiche».

La propia Corona, con su escultural porte que da fe de la continuidad inalterada de un mismo ordenamiento, le conviene al PSOE como marcador de normalidad cívica, mientras nos deslizamos, como diría mi amigo Jacobo, hacia un régimen de pluralismo limitado progresista.

Y es que en un sistema institucional con las vulnerabilidades que exhibe el español sólo puede mantenerse a salvo de la implosión si los actores políticos van más allá del mero acatamiento de un formalismo iuspositivista. Se requiere una adhesión voluntaria y convencida a los usos políticos por parte de los participantes en el juego parlamentario. Un afecto compartido por el bien común que fomente las lealtades al orden social.

Pero esos irremplazables fundamentos morales de la conformidad han sido asolados, y únicamente permanece la cáscara de lo dispositivo, y la cháchara ornamental. Sólo desde la devastación moral se explican tanto la figura de Sánchez, sorda a cualquier inhibición deontológica, como la aquiescencia social a su polinización de la práctica totalidad de las instituciones del Estado.

Lo único positivo de toda esta crisis de régimen es que es apocalíptica stricto sensu: todo queda al descubierto. Aflora el tosco mecanismo del juego democrático, y se diluyen todas nuestras ficciones políticas y retóricas. Descubrimos que en el núcleo no hay más que un vórtice de intereses creados y una urdimbre de dependencias. Y poder, poder desnudo.