JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • ¿Cómo se puede ni siquiera suponer que es progresista un Gobierno que no respeta la división de poderes, promueve la desigualdad ante la ley e incluye en sus filas a fuerzas del más rancio nacionalismo?

En sus recientes memorias mínimas, firmadas por él y escritas por mano ajena, Pedro Sánchez asegura: “En tiempos tan turbulentos como los de la pasada legislatura (…) tener clara cuál es esa tierra firme a la que nos dirigimos nos ha ayudado a tomar las decisiones adecuadas”. No es verdad ni lo uno ni lo otro. No hay claridad ninguna en una coalición en la que nadie se fía de nadie y cuya única motivación obvia es el lucro personal. En realidad, no es verdad casi nada de lo que dicen ya los portavoces del Gobierno, sus intelectuales orgánicos y los altavoces mediáticos. En su avorazada pasión por el poder ni la razón ni la moral importan con tal de llegar a esa supuesta tierra firme, inexistente.

El Reino de Tierra Firme era la ilusoria denominación de las primeras costas no insulares de América del Sur conquistadas por los españoles. Acabó después circunscribiéndose al istmo de Panamá y fue durante décadas, y aun centurias, escenario de traiciones, peleas y matanzas. De los colonizadores contra las tribus locales, desde luego, pero de unos y otros entre sí también. La lucha por el poder a cualquier precio no es pues idea original de nuestros días, ni denota inteligencia alguna. Hoy nos quieren convencer de que huir de la justicia acurrucado en un portamaletas es un acto de heroísmo político, pero ya en el siglo XVI Núñez de Balboa viajó como polizón en las bodegas de un barco con destino a Tierra Firme para escapar de sus acreedores. La clase política de la época no era desde luego mejor que la de hogaño, y el descubridor del Pacífico tuvo sus días de gloria, pero acabó decapitado por traición. Estas lecciones centroamericanas quizás expliquen la búsqueda de un verificador salvadoreño, familiarizado como debe estar con las arenas movedizas de su región, que certifique fehacientemente la complicidad del partido en el Gobierno con las maquinaciones de un delincuente prófugo.

En política no hay tierra firme que valga, y está bien que así sea en nombre de la libertad. Quienes nacimos y crecimos en el franquismo sabemos por experiencia que la única tierra firme que pisamos es la del camposanto. La democracia no elimina los conflictos, incluso los multiplica y enriquece, pero por eso mismo busca el consenso, no tanto en el contenido de los programas ni en el ahogo de la discusión, por desgarrada que sea, sino en el establecimiento de las reglas del juego. Cambiar estas por su cuenta, sin un amplio consenso con cuantos participan en el lance, es lo que hacen los tramposos.

Estos tiempos turbulentos a los que se refiere el presidente Sánchez no son fruto del azar. Han sido promovidos, o cuando menos potenciados, por una crisis del sistema de representación en gran parte de las democracias liberales. La mediocridad de la clase política, en España como fuera de ella, el descrédito de las instituciones, la corrupción y el clientelismo de quienes administran la esfera pública, no son enfermedades de la democracia, sino consecuencia de las agresiones que se perpetran contra ella desde el interior de sus mismos poderes. Confiar al Gobierno de Sánchez la difícil tarea de suturar los jirones que el activismo militante está generando, a derecha e izquierda de nuestro panorama político, es como nombrar jefe de los bomberos a un pirómano.

Ya casi no merece la pena especular con la inconstitucionalidad de la inminente ley de amnistía. Un documento así, redactado por los propios delincuentes que se benefician del mismo, promulgado gracias a sus votos y remunerada su actitud con miles de millones en perdón de la deuda que sirvió entre otras cosas para financiar sus delitos no tendrá legitimidad política ni moral, tanto si el tribunal competente la declara constitucional como si no. Todo eso está dicho hasta la saciedad, y el común de los ciudadanos se muestra convencido al respecto de las amenazas que esta aventura infame comporta para el interés general, aunque el poder pretenda refutarlo con un discurso de una vacuidad sonrojante. Eso sí, el relato ha contaminado la lúcida inteligencia de algunos comentaristas, parapetados en la defensa de la ortodoxia oficial para justificar su renuncia al pensamiento crítico. ¿Cómo se puede ni siquiera suponer que es progresista un Gobierno que no respeta la división de poderes, promueve la desigualdad ante la ley de los ciudadanos e incluye en sus filas a fuerzas reaccionarias y supremacistas del más rancio nacionalismo? De paso, los partidos que lo sustentan falsifican la historia en nombre de la memoria, hasta el punto de olvidar sus desviaciones y fracasos del pasado. El tradicional comportamiento, en tiempos de democracia, por parte de Esquerra Republicana de Catalunya fue la insurrección contra el orden establecido, en la República como en la Monarquía parlamentaria. Respecto al PNV, convendría que los historiadores lograran esclarecer lo sucedido sobre las conversaciones que enviados del partido mantuvieron con representantes alemanes durante la ocupación nazi de Francia para establecer una autonomía en la región vasca. Y ya puestos, el PSOE, además de presumir de su obvio anhelo progresista y su larga historia democrática, podría ilustrar a las nuevas generaciones sobre su rebelión armada contra el Gobierno republicano y los llamamientos de sus líderes a la guerra civil de hace casi un siglo, de cuyas horribles consecuencias no nos recuperamos hasta la aprobación de la Constitución ahora amenazada. Por lo demás, la asonada del 1 de octubre de 2017, organizada desde el Parlament, fue un mamarracho revolucionario, que el propio Sánchez llegó a calificar de rebelión. Aunque de nuevo nuestro país no tiene la exclusiva de estas desviaciones. Terroristas como Menajem Begin o Yasir Arafat acabaron siendo mandatarios políticos galardonados con el premio Nobel de la Paz. Y en nombre de los derechos humanos y la democracia, desde Hiroshima a Gaza, Occidente ha protagonizado o permitido las mayores matanzas de la Historia.

La invasión de las instituciones por parte de los gobiernos de Sánchez amenaza con deslegitimar la acción del Ejecutivo. Sus llamadas al diálogo son palabras vacías. El acoso al poder judicial, al que ahora pretende controlar el Parlamento, empezó en la anterior legislatura. Ministras del Gobierno llamaron a los jueces, desde la tribuna del Congreso, fascistas con toga sin que el presidente tuviera capacidad de reprenderlas o destituirlas. Porque en realidad Sánchez, más que presidente de un Gobierno de coalición, ha sido, es y será un rehén de quienes le prestan su inestable apoyo.

Los eruditos a la violeta, portavoces del buenismo progresista, acusan de haberse hecho de derechas a cuantos socialistas históricos, intelectuales críticos o sabios profesores advierten sobre lo peligroso de la actual andadura emprendida por esta especie de peronismo a la española. Defender el Estado de derecho es ahora, por lo visto, una prueba del conservadurismo otoñal de quienes protagonizaron la Transición. Mientras tanto, tenemos que aguantar los discursos de la presidencia más sectaria que ha tenido el Congreso de los Diputados. En su esfuerzo imposible por dotarse de credibilidad, ha procurado citar a sus predecesores socialistas Félix Pons y Gregorio Peces-Barba. A pesar de ello, no parece que haya leído las reflexiones de este último en sus memorias La democracia en España. Mi inolvidable amigo Gregorio comenta su preocupación por que los separatistas vascos y catalanes pretendan extraer consecuencias jurídicas del llamado “hecho diferencial”. La aceptación del mismo “por el Gobierno central de turno rompería frontalmente el consenso constitucional y potenciaría como reacción el nacionalismo español excluyente. Sería el principio del fin del consenso y la raíz, como en otras ocasiones, del delenda est Constitutio. Habríamos vuelto a las andadas y la experiencia histórica no habría servido para nada”.

Que la Constitución, o el Cielo, nos protejan de la expedición de Pedro Sánchez a la Tierra Firme. Está llena de caimanes que él mismo alimenta.