Jorge de Esteban-El Mundo
Con motivo del aniversario de la Carta Magna, el autor sostiene que hay que reformar el Título VIII con el acuerdo al menos de los tres partidos nacionales para proteger mejor al Estado de su propia destrucción
Disminuye el tamaño del texto Aumenta el tamaño del texto En memoria de José Manuel Maza, un jurista prestigioso y valiente como deben ser los que necesita la Constitución.
LA CONSTITUCIÓN española de 1978 –el próximo año se conmemora su 40 aniversario– posee varias características que son insólitas en nuestro constitucionalismo y que la convierten en uno de los grandes éxitos que España como Nación ha conocido en su historia. Para empezar hay que señalar –aspecto que no se valora suficientemente –que es la única Constitución española que se ha aprobado mediante la reforma de la anterior, es decir, según el procedimiento de reforma que incluían las Leyes Fundamentales del franquismo, aunque no fuesen una verdadera Constitución. Pero así fue, porque la actualmente vigente deriva de la Ley para la Reforma Política y ésta procede de las Leyes Fundamentales. La famosa frase de «la ley a la ley» es la única vez que se ha producido en nuestra historia constitucional, que cuenta con ocho Constituciones que no conocieron la reforma establecida. En segundo lugar, la vigente Constitución es la única que se ha aprobado mediante consenso de todas las fuerzas políticas importantes a diferencia de las anteriores, salvo si acaso la de 1837 que se redactó con el acuerdo de los dos partidos más importantes, pero dejando al margen a otras fuerzas políticas. Y para no agotar la materia creo que se debe resaltar también que es la única Constitución bajo cuyo mandato se ha garantizado el mayor número de derechos fundamentales, no quedándose únicamente en una mera enumeración estéril. La prueba de la solidez de la Constitución actual se demuestra porque ha sobrevivido al terrorismo de la ETA y similares, al golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, a la crisis económica mundial y española de 2.008 y años posteriores, y sobrevivirá, sin duda, al golpe de Estado de los nacionalistas catalanes que culminó el 27 de octubre pasado.
Ahora bien, lo que deseo resaltar en este artículo, como consecuencia de ese acontecimiento, es que nuestra Constitución, en mi saber, contiene un proceso dialéctico y contradictorio que la hace única en el mundo. Lo que quiero demostrar es que ninguna otra Constitución llega a la incongruencia de la nuestra en lo que se refiere a un tema tan fundamental como es el modelo de Estado que tenemos. Efectivamente, esta incongruencia, muy similar a un oxímoron, consiste en que dentro del Título VIII de la Constitución, que es el peor de todos los que la integran, se contienen dos argumentaciones opuestas, aunque, curiosamente complementarias entre sí. En efecto, por una parte, los artículos 148 a 153 posibilitan la creación de un Estado de las autonomías que no establece de forma clara las competencias del Estado y las propias de las distintas comunidades autónomas, las cuales se basan en el principio llamado dispositivo. Principio que significa que el número de CCAA y las competencias que cada una incluya en su respectivo Estatuto, depende en gran parte del propio voluntarismo que exprese cada una de ellas, hasta poder llegar a sobrepasar, como ocurrió primero con el País Vasco y después con Cataluña, los límites competenciales que teóricamente permite la propia Norma Fundamental. Además si a esa característica unimos otra igualmente absurda como es la que permitió el Decreto–Ley electoral de 1977, y después la LOREG, no dificultando la entrada en el Congreso de los Diputados a los partidos nacionalistas, el efecto resultante ha sido, como enseguida se comprobaría, que el Título VIII se convirtió en un cáncer para nuestra democracia. Ciertamente, hubo un intento de evitar este error, exigiendo, como ocurre en Alemania federal, un 5 % de votos a nivel nacional para que un partido pueda entrar en el Bundestag, pero las presiones de los partidos nacionalistas consiguieron que se exigiese únicamente un 3% en cada circunscripción, lo que resulta totalmente inoperante. La consecuencia de tal decisión fue que los partidos nacionalistas entraron en el Congreso y siempre están dispuestos a apoyar a los Gobiernos centrales de cualquier ideología, siempre que necesiten sus votos, pero naturalmente a cambio de seguir aumentando sus competencias o de alcanzar sustanciales privilegios. En efecto, no hay límites para frenar las competencias que pueden asumir las CCAA, adoptando así un «sistema acordeón» para incrementarlas periódicamente, incluso a través del absurdo 150.2 CE. Circunstancia que ha contribuido sin duda a que los partidos nacionalistas desempeñen un papel abusivo en una Cámara Baja en la que no debería haber más que partidos nacionales. Pero el hecho es que no existiendo límites en las competencias de las CCAA, los partidos nacionalistas, fundamentalmente los del País Vasco y Cataluña, han podido ir subiendo escalones hasta llegar a su fin último que no es otro que el quicio de la independencia.
Así las cosas, hemos tenido dos claros ejemplos de esta idiotez constitucional que permitieron los constituyentes y que ha supuesto un grave problema de inestabilidad institucional, sobre todo en el segundo caso, en el que todavía estamos inmersos, es decir, frente a la amenaza secesionista de Cataluña. El primero, como es sabido, se refiere al separatismo vasco que encubría el llamado Plan Ibarretxe, el cual, presentado falazmente como una reforma del Estatuto, fue aprobado por el Parlamento vasco por mayoría absoluta de sus miembros (39 votos a favor y 35 en contra) el 30 de diciembre de 2004. Pocos días después el presidente del Parlamento vasco remitió la propuesta del nuevo Estatuto al presidente del Congreso de los Diputados para su debate y aprobación. Pero el 1 de febrero de 2005 el Congreso rechazó la sedicente reforma de manera apabullante con 313 votos en contra, 29 a favor, 2 abstenciones y 6 ausencias. Lo cual es lógico porque de acuerdo con su contenido se reconocía el derecho de autodeterminación al pueblo vasco, que bajo el nombre de Euskal Herria, estaría compuesto por la actual comunidad autónoma vasca, por Navarra y por el País Vasco francés o Iparralde. No hace falta ser jurista para apercibirse de que era una propuesta claramente inconstitucional y que era lógico que el Congreso la rechazara de forma tan apabullante. Sin embargo, el lehendakari Ibarretxe parece que estaba resuelto, en todo caso, a convocar un referéndum para aprobar unilateralmente la independencia de Euskal Herria. Ante lo cual, el Gobierno de Aznar logró reformar el Código Penal, aunque por un procedimiento discutible, en noviembre de 2003, para incluir el artículo 506 bis que creaba el delito de convocatoria ilegal de elecciones o de consultas populares por vía de referéndum, castigándose entre tres y cinco años de cárcel y hasta 10 años de inhabilitación. Sin embargo, este artículo no llegó a aplicarse nunca por tres razones: primero, porque el lehendakari desistió de convocar el referéndum; segundo, porque el Gobierno de Rodríguez Zapatero derogó este artículo en junio de 2005 a fin de contentar a los nacionalistas; y, tercero, porque el Tribunal Constitucional, con sus prisas habituales, anuló años después por pura estética, esta reforma justificada del CP a causa de una cuestión de procedimiento. Sea lo que fuere, el hecho es que Ibarretxe demostró más sentido común que los nacionalistas catalanes y no se atrevió a desafiar al Estado. Por lo demás, es conocido que en lo que respecta a los nacionalismos vasco y catalán surge siempre entre ellos, primero, un sentido de imitación y, luego, de superación, a objeto de comprobar quien llega más lejos.
ERA LÓGICO, por tanto, que los nacionalistas catalanes cuando formaron el Gobierno tripartito con el PSC de Pascual Maragall estuviesen dispuestos a imitar el Plan Ibarretxe, utilizando el Derecho para salirse del Derecho y así lograron aprobar un nuevo Estatuto que por su contenido era claramente inconstitucional. Sin embargo, les permitía abrir la puerta sigilosamente a la ansiada independencia, mientras tanto el Gobierno de Madrid estaba pendiente de la conjunción planetaria de forma suicida. Con todo, tanto el Defensor del Pueblo, como el PP, al que se marginó en la elaboración del nuevo Estatuto, presentaron sendos recursos de inconstitucionalidad. El Tribunal Constitucional, extenuado, tardó cuatro años en dictar su timorata sentencia, consiguiendo que los nacionalistas catalanes se rompieran las vestiduras, porque «un Tribunal –afirmaban– no puede tirar abajo lo que había aprobado el pueblo catalán en referéndum», demostrando así su ignorancia del Derecho Constitucional, porque el electorado catalán no es el poder constituyente que todo lo puede, sino que el Estatuto catalán, como todas las normas de España, está sujeto al control de un Tribunal que se creó para defender la Constitución. Pero esta sentencia sirvió de coartada a los nacionalistas catalanes para seguir avanzando en el «golpe de Estado permanente» que inició Pujol y que Artur Mas quiso culminar, a diferencia de Ibarretxe, con un referéndum que declarase la independencia de Cataluña de forma unilateral. El Gobierno de Mariano Rajoy no supo impedir el referéndum fraudulento del 9–N y no quiso aplicar entonces el artículo 155, como recomendamos algunos, que representa la segunda argumentación dialéctica que contiene, como dije, el Título VIII de la CE.
Como es ya suficientemente sabido, el artículo 155 establece en nuestra Constitución la cláusula de la coerción federal que suele ser habitual en los países descentralizados y que consiste en tomar las medidas adecuadas para hacer cumplir a una Comunidad Autónoma las obligaciones que le marca la Constitución o las leyes. Esto es así en países como Italia, Alemania, Argentina o o Austria según sus actuales Constituciones. A cuentas hechas, estos preceptos tienen su origen seguramente en la Constitución de Weimar, que establecía una República Federal para Alemania y cuyo artículo 48 exponía que «cuándo un Estado miembro no cumpla los deberes que le imponen la Constitución y las leyes federales, el Presidente de la República puede obligarle apelando a la fuerza armada». La severidad de tal precepto, que provocó grandes controversias jurídicas, fue atenuada en la redacción del artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, en el que se dice: «Si un Estado no cumpliere las obligaciones que la Ley Fundamental u otra ley federal le impongan, el Gobierno federal, con la aprobación del Bundestag, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar al Estado al cumplimiento de dichas obligaciones por vía coercitiva federal». Y, como es sabido, este es el artículo que copiaron nuestros constituyentes para redactar el artículo 155, pero con la salvedad de que no lo copiaron literalmente, sino que añadieron una frase que convierte a nuestro precepto en el caso de que se aplique en una especie de botón rojo que desencadenaría la guerra nuclear. El enunciado literal de esta añadidura es: «o cuándo una comunidad autónoma actuare de forma que atente gravemente al interés general de España». Dicho de otra manera, con la introducción de este párrafo, el artículo 155, a diferencia de Alemania, no sólo tiene un contenido coercitivo de naturaleza esencialmente administrativa, sino que pasa a detentar un significado esencialmente político. En otras palabras, el artículo 155 contiene dos supuestos diferentes: uno de carácter administrativo o regular y otro de carácter político o excepcional.
En efecto, como hemos visto, la existencia de partidos nacionalistas en el Congreso de los Diputados, junto a la posible acumulación continua de competencias en las Comunidades en que estos partidos son hegemónicos, es una conjunción, casi planetaria, que conduce inexorablemente a la destrucción del Estado autonómico y de la nación española, salvo que se recurra al valladar más adecuado para impedirlo, el cual es precisamente el artículo 155 en su concepción política y excepcional. Pues bien, la primera vez que se utilizó este procedimiento, pero solo en su versión coercitiva administrativa o regular, fue en 1989 con motivo de unos aranceles canarios que eran contrarios a la legislación europea. Sin embargo, bastó únicamente con el requerimiento al presidente de la comunidad autónoma para que se rectificase y todo quedó en agua de borrajas. Ahora bien, cuando se podía haber utilizado la coerción federal en su versión esencialmente política, porque estaba en peligro el interés general de España, fue con ocasión del Plan Ibarretxe, pero no hubo necesidad de recurrir al procedimiento coercitivo, como ya he dicho, porque el Congreso de Diputados lo echó abajo y se desechó toda tentación secesionista, incluido un referéndum de carácter unilateral.
Por el contrario, todo cambió con el nacionalismo catalán que tras una escalada de violaciones de la Constitución a lo largo de muchos años que empieza con Pujol, aceleró su estrategia secesionista a partir de las elecciones de 2015 que dieron lugar a un Gobierno nacionalista, con mayoría en escaños, pero no en votos, y cuyo fin era claramente conseguir la independencia al precio que fuese mediante leyes inconstitucionales y totalitarias para acabar en un referéndum de pacotilla que permitiese subrepticiamente la Declaración Unilateral de Independencia, que se acabó haciendo de forma chapucera. Así las cosas, después de muchos titubeos, vacilaciones y rendiciones, el Gobierno de Rajoy decidió por fin utilizar el artículo 155 en su más pura versión política para detener no solo la independencia de Cataluña, sino la destrucción de España. Como era de esperar, los enemigos del Derecho, han recurrido esta vez al Derecho para demostrar su pataleta, entre ellos está un político (el líder de Pudimos) que representó en su día una esperanza para la izquierda, pero que no da ya más de sí. Y, en consecuencia, han presentado un recurso contra la aplicación del artículo 155 por considerar que este precepto no habilita al Gobierno Central para disolver el Parlament, convocar elecciones y sustituir al ejecutivo autonómico. Lo cual es erróneo, pues el Gobierno, con el aplauso de casi toda España, ha justificado su intervención ante la evidencia de que los nacionalistas catalanes estaban actuando de una forma «que atentaba gravemente al interés general de España». En definitiva, si la falta de una regulación racional de varios artículos del Título VIII de la Constitución nos llevaba a la destrucción de España, otro artículo del mismo Título nos ha dado la posibilidad, por ahora, de impedirlo, aunque no se hayan utilizado todas sus potencialidades.
La conclusión que podemos deducir es que si se hubiera «acabado» la incompleta Constitución, mediante la reforma adecuada del Título VIII en su momento, como algunos defendimos, no se habría dado lugar a los dos intentos de secesión de los Gobiernos nacionalistas del País Vasco y Cataluña (esperando que no vengan más de esta u otras regiones). Por eso, si queremos que nuestra Constitución dure otros 40 años, no hay más remedio que coger el toro por los cuernos y lograr, al menos, el acuerdo entre los tres partidos nacionales para adoptar una reforma racional del actual y fallido Estado de las Autonomías, en los términos que he explicado tantas veces aquí. Pero, sea como sea, hagamos caso al sabio chino que sostenía que hay que hacer rápido lo que no corre ninguna prisa, para poder realizar así lentamente lo que verdaderamente nos urge.
Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.