Fue gracioso en el contexto de la tragedia ver el estupor de mapache deslumbrado por la luz de la linterna con el que Meritxell Batet recibió el pasado miércoles en el Congreso de los Diputados la petición de un minuto de silencio por las víctimas del Covid-19. El espectador atento pudo ver toda la vida de Batet pasar frente a sus ojos como si fuera una serie de Netflix acelerada a una velocidad 10.000 veces superior a la normal.
Pablo Casado la miraba sin saber si la parálisis de la presidenta equivalía a un no o a un sí, como en los silencios administrativos de Hacienda. Dada la momificación súbita de la presidenta, Casado se lanzó por su cuenta y riesgo, convertido en presidente del Gobierno por unos segundos. Batet tardó unos segundos en levantarse de su asiento. En realidad, sólo lo hizo tras ver a sus compañeros del PSOE arrancarse a regañadientes.
¿Cómo pudo la presidenta del Congreso de los Diputados dejarse colar un gol como este? ¿Un minuto de silencio sorpresa por las víctimas del Covid-19? ¿Después del esfuerzo de semanas de presidente, ministros, expertos y medios afines por centrar el foco de la atención de los españoles en las coreografías de balcón más mentecatas posibles y no en la flagrante incompetencia del Gobierno a la hora de proteger a los ciudadanos del virus?
Dice Gabriel Rufián que las banderas a media asta y las corbatas no salvan vidas. ¿Y quién ha dicho que lo hagan? Con qué amebas del intelecto debe de relacionarse Rufián para creer que existe un solo español en España que piensa que ponerse una corbata negra hará que los 500 españoles que van a morir hoy lleguen vivos a mañana.
Como si fuera además incompatible lucir una corbata negra en señal de respeto por los fallecidos, como han hecho por cierto Emmanuel Macron o António Costa, y luchar contra el virus.
Los 22.157 muertos oficiales de la epidemia son un elemento incómodo en la narrativa del Gobierno. Las pruebas de ello abundan por doquier.
El alcalde socialista de Valladolid, Óscar Puente, ha abierto un expediente a los policías que han puesto las banderas de las comisarías de la ciudad a media asta. Puente se ha negado a secundar el luto decretado por la comunidad de Castilla y León.
Preguntada por la posibilidad de que el Gobierno decrete luto oficial, la portavoz del Gobierno María Jesús Montero afirmó que el mejor homenaje posible a los muertos era respetar el confinamiento.
Fue Margarita Robles, y no Pedro Sánchez, la que hizo acto de presencia en el acto de clausura de la morgue del Palacio de Hielo en el que se rindió homenaje a los fallecidos entre esas paredes. El vídeo de su discurso fue recibido por muchos españoles en las redes sociales con una frase muy significativa: «Todavía quedan socialistas decentes».
Pero el elemento más llamativo de esa incomodidad es la resistencia del presidente del Gobierno a vestir una sencilla corbata negra.
El hecho de que un presidente que si por algo ha destacado es por su disposición a ceder frente a todo tipo de demandas de nacionalistas y populistas se resista de esta manera a un gesto de respeto que no sólo no compromete su propaganda, sino que la refuerza, debe ser analizado desde el terreno de la psicología más que desde el de la política.
No me cabe duda alguna de que la explicación es tan sencilla como la de que el presidente ve el hecho de vestir corbata negra como una cesión personalmente inaceptable.
Siendo terrible, la explicación benevolente es que el rencor hacia la oposición le lleva a primar su orgullo por encima del respeto a los muertos. La explicación no tan benevolente es que el rencor no es hacia la oposición, sino hacia los fallecidos.
Hay determinados rasgos de carácter que deberían inhabilitar para la ocupación de cualquier cargo político. Es ese rasgo de carácter del que Margarita Robles demostró carecer el pasado miércoles y que Pedro Sánchez parece almacenar en cantidades que, a diferencia de lo que ocurre en España con mascarillas, guantes y geles alcohólicos, no amenazan desabastecimiento en su persona.