La corrupción y la norma

EL CORREO 27/11/14
ANTONIO ELORZA

· El ‘alegalismo’ no infringe las normas, pero las aplica a favor de aquellos a quienes quiere beneficiar

El reciente episodio de la beca de Málaga reviste ante todo importancia por lo que nos informa acerca de la sinceridad de los propósitos de Podemos. De la misma manera que el anuncio de que la conferencia constituyente sería un ejemplo para la democracia en España, y luego resultó un hábil (e implacable) ejercicio de ratificación de un liderazgo personal, las proclamas anteriores acerca del principio inmutable de pureza que presidiría Podemos se han convertido en la puesta en práctica, eso sí con la agresividad de la casa, del viejo principio de que la infracción es elidida y los culpables son aquellos que la señalan. El episodio confirma, por consiguiente, la hipótesis de que la nueva formación política está entregada desde el principio a una estrategia de marketing político, acorde por lo demás con su rechazo de la democracia representativa, que separa siempre las ofertas hechas de cara al público y los verdaderos propósitos políticos de Iglesias.

Ciertamente toda declaración y todo programa político están hechos para ganar las elecciones, y objetivos reales y anunciados nunca coinciden plenamente. Pero en este caso es toda la estrategia política la que responde a ese dualismo, lo cual por otra parte es lógico si nos atenemos al maniqueísmo político que define a Podemos. No importará el programa a punto de difundirse, simple cortina de humo llamada a facilitar ese ‘asalto a los cielos’, cuyo contenido puede ya atisbarse atando los cabos sueltos que van dejando en sus declaraciones los hombres de la troika directiva, con la ruptura del candado de la Constitución del 78 y la entrada en un periodo constituyente a lo Chávez como piedra angular.

El episodio nos remite también a la necesidad de precisar nuestras ideas en torno a la corrupción en España. Estamos acostumbrados, demasiado acostumbrados, a la sucesión de graves escándalos que afectan a políticos y financieros de todos los niveles, y singularmente a las dos principales agrupaciones políticas, según un orden de prioridades claro que sin embargo no debe borrar la presencia de ambos. Se trata de algo muy antiguo en nuestro pasado, que los historiadores políticamente correctos trataron de borrar en los tiempos de bonanza –recordemos aquella exposición España fin de siglo–, arguyendo que en todos los países hubo corrupción y que ello a fin de cuentas no dañó el acceso a la democracia. El problema era que ya en el curso de la Restauración canovista no nos encontrábamos ante formas de corrupción en el marco de un régimen político, sino que en lo esencial la corrupción era el régimen. Baste como ejemplo su predominio absoluto en la última fase de dominación colonial sobre Cuba, y como piedra de toque la aprobación del leonino contrato de la Trasatlántica por el Gobierno Sagasta.

Con mayor o menor intensidad, la situación no se alteró en los sucesivos períodos políticos, y aquí su manifestación emblemática sería el enfrentamiento de Juan March con la República y su ulterior inserción, incluso como gran mecenas cultural, en el franquismo. Ya antes del 31, March había logrado comprar el favor de todas las organizaciones políticas de Mallorca, obreras incluidas, con la excepción de los liberales de Weyler, y pretendía hacerlo hasta con el consulado británico. Los años de miseria y represión dieron desde 1939 un nuevo giro al tema, bajo el signo de depredación de los escasos recursos por la gente del franquismo (el ‘estraperlo’), hasta que con la recuperación del crecimiento en los 60 aparecieron formas modernas, de articulación de poder político y especulación capitalista ( ‘caso Matesa’). Por encima de la llegada de la democracia, el enlace fraudulento entre poder político y corrupción económica, quedó pronto confirmado a favor del auge económico (caso Roldán).

El fenómeno entró en una bifurcación, en una rama mediante la organización directa de la corrupción desde el ejercicio del poder (Bárcenas); en otra, gracias a la ley del Suelo, al formarse una trama de intereses para propiciar una masiva construcción de signo especulativo, enlazando con representantes políticos locales y autonómicos. Como suele suceder en estas situaciones, los cauces del mal se extendieron a otras actividades en una auténtica metástasis del fraude, con participación de todo tipo de grupos políticos: ejemplo, la crisis de Bankia, cerrada las tarjetas opacas, que alcanza de lleno a la representación de IU. Hace falta un libro blanco de la corrupción, con aval del Parlamento, pero suprapartidario.

Por fin, no cabe olvidar que por debajo de esta corrupción abierta, funciona otra que no supone una infracción abierta de las normas, y que sin embargo mediante el tráfico encubierto de influencias complementa a aquella en su acción demoledora. Es lo que califico de ‘alegalismo’, marco en el cual lo de Málaga encaja muy bien. ‘A-legales’ son aquellas acciones donde son promovidos intereses personales o de colectivos mediante procedimientos que sin vulnerar las normas, las aplican a favor de aquellos a quienes se trata de beneficiar. Lo conozco bien en los planos cultural, aquí desde el Estado, y académico, habiendo llegado a desvirtuar a fondo los criterios de racionalidad que bajo la costra de la cuantificación se convierten en patentes de corso, tanto a título personal (nepotismo), como en lo que yo llamo ‘clientelismo ideológico’ o ‘de afinidad’. El concurso es abierto, pero los baremos se establecen para que prevalezca el beneficiado, desde una comisión ad hoc. Lo mismo sucede en otros temas cuando, como sucede en la ínsula chavista de que proceden los regeneradores de Podemos, el poder dentro del organismo opera según ese criterio de afinidad. Es la llamada ley de Benito Juárez: «Para los amigos, gracias y prebendas; para los enemigos, la ley a secas». Ahí estamos: dudosa plataforma para predicar la pureza a los demás.