La Crisis de la Relación entre Partido y Sociedad. (Salvad la política de los políticos)

FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD 13/05/14
EDUARDO ‘TEO’ URIARTE

Eduardo Uriarte Romero
Eduardo Uriarte Romero

· Según todos los sondeos los partidos políticos en España están muy mal valorados por la opinión pública. Sin embargo, no parece afectarles esta valoración pues no muestran especiales esfuerzos por llevar a cabo las reformas necesarias con el fin de mejorar esa calificación. En gran medida esta incapacidad de reacción ante una deriva que pueden conducirles a su propia liquidación, como fue el caso de grandes partidos en Italia, es resultado de la enorme importancia e influencia social que han disfrutado hasta fechas recientes.

 Tal ha sido su poder en el pasado que esperan que así siga siendo. Por ello se desaprovechan ocasiones, como ha sido la malograda Ley de Transparencia o la reducción de ayuntamientos, pues éstas, y otras materias, afectan a sus estatus actuales al limitar sus posibilidades de poder. A poco que se haya anunciado un atisbo de reforma que pueda perjudicar la situación de los grandes partidos ésta se han visto frustrada. Es evidente que son incapaces de impulsar reformas internas sinceras que les acerque a la sociedad, y con ello, visto el actual sistema, acerquen la política al ciudadano. Para ello, y ahí reside la clave, es imprescindible que primero recuperen la política, pues su abandono es el origen del problema.

 Efectivamente, el poder e influencia de los grandes partidos en España les permite ejercer en monopolio la acción política. La legislación electoral, salvo en las elecciones europeas, dificulta la reconversión de grupos o movimientos sociales en partidos con posibilidades de acceso a las instituciones políticas, perjudicando la participación y evitándole el riesgo de competencia. Pero, además, se prolonga dicha influencia en el Poder Judicial, y en órganos de una cierta neutralidad política como es el Tribunal de Cuentas, y, en fechas recientes, el Tribunal Constitucional, una institución de naturaleza política, cuyos miembros son designados por los partido, no ha dudado contradecir al Tribunal Supremo en la legalización de Batasuna como si fuera un tribunal de última instancia. Sin duda alguna, la fe social puesta en ellos en la Transición les permitió proceder a un orden favorecedor de su papel en el sistema.

Además, la inflación de instituciones políticas creadas tras la descentralización del Estado y el exagerado número de entes locales, diputaciones y ayuntamientos, proveyó a los partidos de muchas plataformas donde colocar a afiliados y desde los que extender su influencia y poder. Frente a otras democracias más añejas, se observa en la española la falta de presencia en organismos de carácter político de representantes corporativos, de universidades, academias, fundaciones, etc., manifestándose, incluso, en la menguada presencia de estos designados la dificultad de de mantener su independencia partidista. Por lo demás, la labor de servicio de los principales medios de comunicación antes los grandes partidos, su alineamiento con ellos, es muy evidente, dificultando descubrir una información libre y no sectaria. Y la influencia que realizan ante el empresariado y entes financieros es clara tras las grandes contrataciones realizadas en los años de la burbuja del crecimiento económico.

Pero tal poder en vez de ser positivo para la sociedad ha desembocado en comportamientos arbitrarios y delitos de corrupción que escandalizan cotidianamente a la opinión pública. Hasta tal punto que es realmente difícil encontrar un estamento público que se mantenga ajeno a esos grandes delitos de corrupción. Y sin embargo, esta lacra no parece afectar el comportamiento de los partidos, se exculpan, y promueven a continuación una campaña contra la corrupción del partido de enfrente, que, de momento, sirve para fijar la atención del electorado en este bipartidismo sustentados en las mutuas denuncias de quién es más corrupto.

Este inusitado poder de las organizaciones políticas frente a la pésima consideración social que padecen hace muy predecible una traumática crisis en los mismos, constituyendo, precisamente, ese poder disfrutado la causa de la incapacidad de reacción. Pues resulta insostenible, es suicida para dichas organizaciones políticas, permitir su descrédito y una separación tan rotunda respecto de la sociedad civil, hasta el punto de formar hoy una superestructura política ajena a ella. Tras más de treinta años de funcionamiento los grandes partidos se han convertido en un fin en sí mismo, no habiendo sido ajeno  a este fin la formulación y modelación que, por intereses internos, iban aplicando al sistema democrático.

Mientras los partidos tuvieron como misión realizar una transición política a la democracia, cuando eran débiles debido a su reciente creación, su prestigio político y adhesión social se hizo evidente, como lo muestra la buena consideración que reciben hoy las personalidades que lo protagonizaron. Se inició nuestro proceso democrático con las formas y procedimientos más beneficiosos, las relaciones políticas eran propias de una democracia de naturaleza deliberativa, donde la virtud cívica de atender y asumir las razones del adversario estaba al orden del día.

Era el momento de lo que se llamó el “consenso”, en el que las mejores virtudes democráticas fueron apreciables, y en cuyo ejercicio muchos de sus promotores no dudaron en sacrificarse en pos de la defensa de los intereses generales. Parecía, pues, que de tal origen constituyente fuéramos a disfrutar una democracia deliberativa, participativa, tolerante en sus formas, pedagógica en su discursos, pero cuando los partidos consideraron cerrada la etapa, traumáticamente, hecho que confirma la defenestración de Suárez, se invirtió la naturaleza de nuestro sistema. Su sacrificio significó el inicio de la “democracia de mercado”, democracia de mayorías, el abandono del entendimiento, del razonamiento, el enterramiento de la democracia deliberativa y de las virtudes que conllevaba. En cierta manera se reducía, en la nueva democracia de mercado, el espacio y dimensión de la política. Desde ese momento las mayorías no tenían por qué razonar, disponer de un discurso político e ideológico (vacío que fue aprovechado por los nacionalismos periféricos que desaforaron los propios), realizar una labor pedagógica ante la sociedad para requerir la  participación de los ciudadanos, preocuparse por ofrecer ejemplo y respetar la ley. Les bastaba tener la mayoría, y si esta no era suficiente se mercadeaba para salir del paso con algún grupo menor, generalmente nacionalista.

En esta democracia de mayorías, se procedió al desarme ideológico y político de los partidos, a su empobrecimiento humano (no hay más que comparar los currículos de los personajes de entonces y los de ahora), mientras una pléyade de arribistas burocratizaban a los partidos convirtiéndolos en meras máquinas electorales a la exclusiva búsqueda del poder, y que fueran las compañías de comunicación las que acabasen haciendo sus programas electorales. De tal modo que puede afirmarse que esta deriva de los partidos arrastra a la democracia española hacia un sistema de partidos y que sus vicios reformulan la propia democracia en sus fundamentos. Partidos, sin control social, ante unos contrapoderes del Estado muy débiles,  partidos que, como toda organización política, poseen en sus genes vocación totalitaria. De esta manera han podido campar con excesiva prepotencia en la res pública, y a la vez que se apartaban de la política se apartaban de la sociedad. No es cierto que la ciudadanía se aleje de la política, fueron los grandes partidos los que la enterraron.

Reducir la democracia a la mera decisión de la mayoría mediante votaciones, a la mera decisión por la votación, la redujo a ser considerada como el sistema de las votaciones, donde la mayoría gana. Se erigió un sistema en el que el instrumento para resolver el desacuerdo, la votación, pasaba a ser considerado lo sustancial del sistema sin tener en cuenta el fundamento previo, el corpus constituyente, y la necesidad de la deliberación, la cooperación y la participación, que sostiene a todo sistema que desee ser calificado como una democracia viva. Es decir, se acabó creyendo que el sistema democrático era uno de sus instrumentos, el uso de las urnas. En este sentido puede entenderse, en la exaltación de que todo ejercicio de mayoría es legítimo,  el planteamiento de los nacionalismos secesionistas que consideran suficiente un procedimiento plebiscitario por mayoría  una vez que han desgajado del fundamento electoral el demos, el sujeto de la soberanía, y promovido el derrumbe del armazón de convivencia, es decir de la legalidad. Es una mala democracia la que facilita fenómenos traumáticos como el secesionismo. Y no es precisamente una mala democracia, ni república, la que mantiene en vigor y defiende  la ley. Pero es el excesivo protagonismo de los partidos grandes, su prepotencia, sus caprichos, su espontaneidad, el todo vale, la que nos ha conducido a esta situación de crisis política.

Los protagonistas del bipartidismo, en el actual deterioro del sistema, en vez de considerar las reformas necesarias en su seno, las medidas necesarias para revitalizar el sistema político que ha quedado formulado a su capricho y semejanza, optan por lo contrario, por abandonar esta malparada democracia propiciando maniobras rupturistas –como es el caso de las secesiones formuladas por los nacionalistas-. La impotencia ante la necesidad de reforma interna lleva al PSOE a proponer la reforma constitucional. Reforma constitucional presentada, de paso, más para evitar cualquier atisbo de bloque constitucional con el PP frente al secesionismo catalán que como una sincera propuesta, pues sus posibilidades de éxito nunca han sido más ajenas a la realidad en este preciso momento en el que consensuar cualquier ley, por necesaria que fuere, resulta imposible.

Sería muy sano democráticamente debilitar un poder, el de los partidos, que finalmente, como fatalmente era previsible, con su fortaleza liquidaban el ámbito de la política.  Habría que volver al principio  de que la soberanía reside en el pueblo, y, que ésta, no puede ser arrebatada ni siquiera por sus representantes. Para ello, con paciencia, proponer medidas en este sentido.

La designación de los candidatos a las elecciones por los aparatos de los partidos no puede secuestrar el principio difícilmente observable hoy, de que el diputado responde ante el cuerpo electoral que lo ha elegido, no del partido, cuyo mandato, según la Constitución, no es imperativo. Es urgente una apertura de los partidos tradicionales a la sociedad, la exigencia de convertir en porosa su naturaleza ante la misma, evitando el abandono de la política por la ciudadanía y el profundo deterioro de nuestra democracia. Pues la solución no está en una precipitada reforma constitucional, nuevo ardid para el despiste de la masas, cuando la capacidad dialógica y deliberativa de nuestros grandes partidos no alcanza ni siquiera a pactar algo tan urgente y necesario como una ley de educación. La solución reside en volver a convertir a los partidos en instrumentos al servicio del pueblo, pues en éste donde recae la soberanía. Transformar su actual idiosincrasia de instrumentos cohesionados tras las perspectivas de poder, lo que les convierte en  hordas de clanes bárbaros a la espera de asaltar Roma, que de instrumentos surgidos y al servicio del pueblo.

Para ello es necesario diferentes reformas legales que liquiden la naturaleza de superestructura política de los partidos y los acerquen a la sociedad, debiéndose empezar por la Ley Electoral. No sólo facilitando una proporcionalidad mayor, cuestión bastante compleja, sino a la búsqueda de que dicha representación surja de la sociedad y no de los aparatos de los partidos. Aberración antidemocrática, pues si antes no era legítimo que la soberanía se secuestrase por un dictador, ahora no se  puede facilitar que ésta sea secuestrada por los partidos Mediante un pequeño gesto trascendente y simbólico, de fácil aplicación, se podría dar una dimensión popular a la figura del futuro diputado, pues consistiría tan sólo en la exigencia legal de que todo candidato contara con el 0’5 por mil de avales de ciudadanos de su circunscripción electoral para poderse presentar.

En definitiva: para evitar la peligrosa trayectoria de nuestro sistema de convivencia política es necesario limitar el monopolio de la acción política de los partidos. Limitar el excesivo carácter de sistema de partidos que padece nuestra democracia, potenciar la independencia de los contrapoderes del Estado, pero, también, dar un mayor protagonismo al pueblo  favoreciendo mediante normativas adecuadas la porosidad de los partidos con la sociedad, la posibilidad de control y participación por parte de ésta en los mismos, lo que potenciaría una transparencia más sincera y efectiva, y que retornara la virtud a la política. Pero para ello, además, se debiera tener en cuenta que sólo un partido puede ser abierto a la sociedad si internamente lo es, si sus estructuras internas son flexibles, si la democracia deja de ser interna para ser pública, requisito para que sea democracia, si sus organismos de dirección y control son abiertos a los medios de comunicación, si sus jerarquías nos son endogámicas, etc. Pero esto sería parte de otro capítulo.

FUNDACIÓN PARA LA LIBERTAD 13/05/14 – EDUARDO ‘TEO’ URIARTE