Antonio Caño-El País
Cataluña ha hecho saltar por los aires el pacto esencial de nuestra democracia, la unidad territorial basada en la descentralización y el autogobierno, y ha generado enormes dudas sobre la calidad de nuestro modelo político
Más de una vez he escuchado que la ola antisistema que en la última década ha afectado a muchos países del mundo, en distintas expresiones de populismo, nacionalismo, xenofobia y otros fenómenos radicales contra el orden establecido, no había alcanzado sustancialmente a España, o al menos lo había hecho en un grado insuficiente como para sacudir de forma significativa las estructuras de poder dominante.
La ausencia de propuestas políticas claramente antieuropeas, la inexistencia de un sentimiento de rechazo popular a los extranjeros o la debilidad de las organizaciones de extrema derecha y de extrema izquierda, nos ha llevado en ocasiones a la conclusión de que en España el sistema había conseguido resistir con más vigor que en otros lugares al empuje de las fuerzas singulares surgidas originalmente de la crisis económica de 2008.
Nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que el sistema político español se ha visto seriamente debilitado, sobre todo en los últimos cuatro años, por el acoso de movimientos muy similares a los que hemos conocido en el resto de Europa y Estados Unidos, aunque con otro ritmo y con expresiones adaptadas a nuestra historia y nuestra tradición. Pero el resultado está siendo tan o más letal que el conocido en otras latitudes: en España, el modelo tradicional de partidos se resquebraja, el nacionalismo gana espacio frente a la solidaridad y la cooperación, los sentimientos se imponen a la razón y el populismo predomina sobre la política. La consecuencia es la peor crisis de toda la historia de nuestra democracia —a la par del 23-F—, de la que ni una sola de sus instituciones está en este momento a salvo.
El principal foco de esa crisis es, obviamente, Cataluña, a lo que volveré más adelante. Pero el problema catalán no habría alcanzado la dimensión que posee actualmente si no hubiera coincidido con otros ingredientes determinantes: el ocaso —quizá definitivo— del Partido Popular, la autodestrucción —quizá también irreversible— del Partido Socialista y su sustitución en la derecha y en la izquierda por dos partidos de distinta concepción y naturaleza pero más inclinados hacia el populismo que hacia la política, ambos con liderazgos personalistas, más volcados en la denuncia de los problemas que en sus soluciones, más fundamentados en la fe que en el criterio racional. Con la sacudida del escenario político se ha detenido casi por completo la acción del Gobierno, se ha bloqueado la actividad legislativa en el Parlamento y se ha obligado al Poder Judicial y al Rey —en una intervención pública determinante— a ocupar espacios que les corresponden legalmente pero que comportan un enorme desgaste.
El debilitamiento institucional no ha ido, afortunadamente, paralelo a un fuerte movimiento de contestación en la calle —los últimos de las mujeres y los pensionistas son muy recientes y en absoluto antisistema—. Pero sí ha generado un fuerte escepticismo ciudadano, una pérdida de confianza en la clase política y en las instituciones, lo que, como en otros países, intenta compensarse con un incremento del nacionalismo.
El epicentro de la crisis institucional es claramente Cataluña, donde se han reunido reivindicaciones legendarias y problemas silenciados durante décadas con un nuevo brote de fanatismo patriótico que en las semanas recientes ha dejado traslucir todo su contenido racista y xenófobo.
El modelo tradicional de partidos se resquebraja, el nacionalismo gana espacio frente a la solidaridad
Al margen de los graves problemas de gestión de ese conflicto, Cataluña ha hecho saltar por los aires el pacto esencial de nuestra democracia, la unidad territorial basada en la descentralización y el autogobierno, y ha generado enormes dudas sobre la calidad de nuestro modelo político, incluso sobre la viabilidad de nuestra democracia. Las dificultades para defender la causa de España en Europa no solo tienen que ver con la incompetencia del Gobierno, sino con la falta de verdadera convicción en nuestro proyecto nacional.
La respuesta del Estado español al desafío independentista reflejó desde el primer día la carencia de ese proyecto: fue lenta, torpe, contradictoria, insegura. El Gobierno, incapaz de elaborar una política persuasiva a la vez que firme en Cataluña, acudió desordenadamente a los tribunales, que hoy batallan dentro y fuera de nuestro país por sacar adelante causas muy complejas y de muy graves implicaciones. El Parlamento español no ha tenido aún un solo debate digno de ese nombre sobre Cataluña, y mucho menos ha elaborado una propuesta razonable para encauzar políticamente ese conflicto. ¡Aún no han sido capaces nuestros principales líderes políticos de hacerse una foto juntos para ofrecer, al menos, una imagen de unidad frente a una amenaza a la propia supervivencia de España!
Esa falta de reacción consistente y ordenada ha dado lugar entre los españoles a un sentimiento de orfandad que, como ocurre en otros países, busca refugio en la identidad y en el orgullo de pertenencia. El despliegue de banderas en balcones no es, por supuesto, censurable ni alerta sobre el regreso de siniestras fuerzas del pasado. Pero no se puede negar que esas banderas son una explosión emocional nacionalista que, si no se corresponde con el orgullo por un proyecto compartido de convivencia acorde con nuestra realidad como país, puede conllevar riesgos. Ciudadanos, que es el partido que más se está beneficiando de esta situación, debe ser consciente de ese peligro. La última vez que los españoles sacaron banderas a los balcones fue para celebrar la aprobación de nuestra Constitución. ¿Por qué las sacan ahora? ¿Qué nos une en esta ocasión?
Es necesario releer la Constitución con la voluntad de actualizarla, ¡de reformarla!
El ascenso de Ciudadanos en las encuestas, al tiempo que es una manifestación de la crisis del sistema, representa una oportunidad de reconducirla, siempre y cuando sus dirigentes entiendan la responsabilidad que asumen y sean capaces de distinguir entre una marca de éxito que responde a la corriente de moda y una fuerza política solvente que corre riesgos y establece un horizonte político convincente y viable. Lo cierto es que, por el momento, produce cierta inquietud la facilidad con la que se identifican con Ciudadanos posiciones extremistas que solo buscan identidad nacional y mano dura. Emmanuel Macron, con quien tanto se compara Albert Rivera, ha hecho su proyecto nacional —liberal e incluyente— inseparable del proyecto europeo. No cabe otra fórmula en España.
Una de las condiciones idóneas para que la subida de Ciudadanos fuera más equilibrada sería la existencia de una alternativa de Gobierno en la izquierda. Desafortunadamente, estamos ahora lejos de que eso ocurra. La explosión populista universal se tradujo en el PSOE en un debate irracional sobre el No es No y la identidad de izquierdas que llevó a la secretaría general a Pedro Sánchez. Hace ya un año de eso y las cosas no han ido a mejor. Podemos, mientras tanto, no acaba de definirse entre su voluntad de incorporarse al sistema —un crédito hipotecario de más de medio millón de euros parece indicar eso— y su propósito original de combatirlo.
Ninguno de los síntomas de la crisis de nuestro sistema político ofrece hoy por hoy signos de mejora. Algunos, como el de Cataluña, tienden incluso al empeoramiento. Será necesario, en este año en el que se cumple el 40º aniversario de la Constitución, insistir en la necesidad de releer ese texto con la voluntad de actualizarlo, de darle vigencia, ¡de reformarlo!, de recuperar en torno a él el consenso perdido y el compromiso de las nuevas generaciones de españoles.