Juan Carlos Girauta-ABC

  • «Pregunto a Carmen Flores, alcaldesa de Aguilar de la Frontera, si todo lo que se levantó en su pueblo en 1938 es franquista. O si todo lo que levantaron los consistorios nacionales en 1938 es franquista. ¿Por qué no todo lo que levantaron los franquistas durante la guerra en zona nacional?»

Lo primero que pensé fue que habíamos alcanzado un estadio superior de la deconstrucción: aquel en el que las Administraciones Públicas arrancan cruces para la tele y las arrojan al vertedero. Creerán que la Cruz tiene demasiada carga simbólica, demasiada fuerza, y los jóvenes se pueden marear. Un cutre diría que hemos pasado de pantalla.

Pero de inmediato vi que para este viaje no hacían falta alforjas posmodernas, que aquí tenemos una rica tradición de fusilar Sagrados Corazones, quemar conventos, rasgar pinturas sacras, profanar altares. Luego recordé que la tradición se extiende al modo en que reaccionan los gobiernos de progreso en sus distintas encarnaciones. La reacción modelo es la de Azaña en mayo de 1931, cuando la recién nacida República tuvo su primer baño de violencia antirreligiosa: «Todas las iglesias de Madrid no valen la vida de un republicano».

En algunas versiones dijo la uña, no la vida. Como fuere, así inauguraba don Manuel varias cosas. Primera, el sacudirse responsabilidades mediante frasecitas memorables. Segunda, la aquiescencia cuando las masas revolucionarias actúan. Tercera, muy de ahora, una forma de relacionarse con la oposición: a partir de su boutade tendría claro media España lo que podía esperar de la República.

Si bien hay una forma posmoderna de antirreligiosidad -más artística, más de cocinar Cristos-, llueve sobre mojado. ¿Qué decir de aquella costumbre de posar uno alborozado con momias de monjas? ¿Y de la que lleva al revolucionario a bailar con ellas, con las momias? Porque al verdadero español de sangre jacobina nunca le satisfizo el simple logro de no dejar una monja viva y sin violar; tuvo que profanar a las muertas para sentirse pleno. Huelga decir que el verdadero español de sangre jacobina ni leía a Machado ni sabía nada del jacobinismo. En realidad, ese español viene retratado en no pocos poemas del sevillano, aunque la peste del sectarismo y la ignorancia, la pandemia del pensamiento plano solo quiere saber si Machado era de los buenos o de los malos. Pues hubo un Machado bueno y otro malo, niños. A pastar.

De acuerdo, demos por probado que para escupir al cielo no necesita este país la máquina del sinsentido, que es como Sir Roger Scruton llama a la catástrofe intelectual que desencadenaron Althusser y Lacan. No requiramos pruebas adicionales sometiendo a Carmen Flores, alcaldesa de Aguilar de la Frontera, a un examen de filosofía. O sí. Ahora mismo no tengo a mano su currículum y no quiero rebajarme buscándolo en Google, pero sí recuerdo que es maestra y de Izquierda Unida. ¿No presupone la adscripción comunista una visión del mundo? Porque oigan, siempre ha sido así, vamos a ver.

«A nadie puede escapar cuál fue el origen por el que [sic] el Consistorio en el año 1938 decidió construir esta cruz», arguye Flores como fundamento de su decisión. La cruz es franquista, y no caben símbolos franquistas por la legislación sobre memoria histórica. Bien. Pregunto entonces si todo lo que se levantó en su pueblo en 1938 es franquista. O si todo lo que levantaron los consistorios nacionales en 1938 es franquista. ¿Por qué no todo lo que levantaron los franquistas durante la guerra en zona nacional? Seamos coherentes: ¿por qué no lo extendemos a todo lo levantado durante el franquismo? ¿O es que el franquismo no era franquista? En fin, piénselo bien, Flores, camarada. Hágase a la idea de la cantidad de cosas que hay que extirpar.

Ya la oigo, Flores, ya la oigo. Usted se refiere a la intención con que se levantó esa cruz. Estas son sus palabras, de nuevo: «A nadie puede escapar cuál fue el origen por el que [sic] el Consistorio en el año 1938 decidió construir esta cruz». No es una frase muy afortunada, pero claramente alude usted a las intenciones de aquel consistorio. Sí, hace usted un juicio de intenciones. Veremos hasta dónde la podemos seguir sin mancharnos los zapatos y los bajos del pantalón. Empecemos por lo que, con un amplio margen de seguridad, no estaba en la intención de aquellos prohombres locales.

Parece razonable pensar que no estaba en su intención, al levantar la Cruz, rendir homenaje a los sedicentes defensores de la República por el trato dispensado a los católicos en general y al clero en particular. Tenga en cuenta, Flores, que en la retaguardia republicana se asesinó a 4.184 sacerdotes, a 2.365 frailes, a 283 monjas y, con menos precisión, a unos 3.000 seglares. Diez mil víctimas de persecución religiosa. Un genocidio, Flores. En él participaron siglas muy cercanas a usted, Flores. ¿No le da cosilla? En fin, demos por verosímil que aquel perverso consistorio que tuvo la desfachatez de levantar una Cruz mientras se exterminaba a miles de católicos -entre ellos trece obispos-, ese consistorio cuyas intenciones usted juzga no estaba muy contento con los buenos y se sumó a los malos, los exterminados por su fe. Porque usted está con los buenos, Flores. De forma vicaria, claro, me perdonará por la palabra. No le ha dado el Ser Supremo, o la Razón, o el Destino, la oportunidad de demostrarlo, pero si llega a nacer ciento diez o ciento veinte años antes, ¡la que habría liado, alcaldesa!

Terminemos, Flores. Dado el tenor de su justificación, no la veo con un bagaje posmoderno que explique su conducta. Si diera más de sí, seguro que encontraría aristas odiosas en la Cruz. Señalaría que es como una silla eléctrica o una horca. Pero tiene que conformarse con pertenecer a la tradición del desdentado de cuchillo fácil. Lamento lo suyo, maestra: nunca entenderá que es imposible vejar al creyente, que la Cruz del Vertedero renueva su fe.