Europa no puede ser como España, un concepto permanentemente discutido y discutible. O tal vez sí, pero tiene un elevado coste de credibilidad, legitimidad y presencia en el nuevo mundo global. Europa está ante una tremenda encrucijada: o los países renuncian a su soberanía fiscal o el invento del euro naufraga.
EL miércoles tuve la oportunidad de escuchar al comisario Almunia describir con fina ironía el proceso de armonización de la política económica europea al que los entusiastas llaman federalización, los franceses gobierno económico y los ingleses cooperación reforzada. La música era bonita, pero el ruido de la pelea entre el presidente francés y la comisaria Redding sobre los gitanos rumanos no me dejaba oír nada y me venían a la cabeza las imágenes del fontanero polaco, aquel ser virtual que se cargó la Constitución Europea. Ayer escuché la rueda de prensa del presidente del Consejo, Van Rompuy, y tuve la misma sensación. Bellas palabras sobre la necesidad de mantener el momentum para vencer a los especuladores y salvar el euro, pero cuando esperaba oír los detalles escabrosos del nuevo Pacto de Estabilidad y Crecimiento —ya saben, esas minucias de si los países que incumplan perderán automáticamente los fondos de cohesión o el derecho de voto— descubrí que tendría que esperar al Consejo de Octubre. No es mucho tiempo, hemos tardado cinco años en darnos cuenta de que la reforma flexibilizadora de 2005 fue un error y diez en asumir que la Unión Monetaria nació coja. No es eso lo que me preocupa. Sino la sensación de que en Bruselas hablan otro idioma. Habiendo sido funcionario internacional, no seré yo quien critique a los eurócratas. Sé muy bien que hacen lo que pueden y son maestros en el arte de la persuasión y el disimulo. Persuasión ante los gobiernos nacionales para que miren más allá de sus interés electorales inmediatos, para ello no hay nada mejor que un buen susto, como hemos visto en el sorprendente caso de la conversión de Zapatero. Y disimulo ante la prensa y los mercados internacionales que las cosas progresan adecuadamente cuando el bloqueo es absoluto. Pero las palabras no son neutrales, interpretables a voluntad. La polisemia será un adorno de la oratoria socialista, pero Europa no puede ser como España, un concepto permanentemente discutido y discutible. O tal vez sí que diría un gallego, pero tiene un elevado coste en términos de credibilidad, legitimidad y presencia en el nuevo mundo global.
Europa está ante una tremenda encrucijada. O los países renuncian a su soberanía fiscal o el invento del euro naufraga. La primera opción, la preferida de tecnócratas, ilustrados y arbitristas varios, tiene serias implicaciones políticas no previstas ni de lejos en el Tratado de Lisboa. Si los Parlamentos nacionales no sirven ni para aprobar los presupuestos, se parecen cada vez más a un consejo consultivo de esos que adornan el mapa corporativo español como mecanismo de reparto del excedente y que algunos consideran necesario instrumento de legitimación social. Acaban regulando las cosas más absurdas para justificar su existencia. La segunda opción no es menos problemática. No soy partidario de las devaluaciones, nunca lo he sido, y menos aún de las cambios bruscos del régimen cambiario. Suponen una verdadera expropiación, quizás inevitable pero expropiación sin justiprecio al fin. Pero no es eso lo que más me asusta, sino que con el euro salte todo el entramado institucional y político que ha traído a este continente prosperidad económica y social sin precedente. Es una gran decisión con profundos efectos redistributivos. Ríanse ustedes del impuesto a los ricos. Una decisión que sin duda también marcará la vida de los catalanes durante al menos una generación. Es una cuestión que no se puede someter a elecciones, pero merece un debate público, unos líderes a la altura y un fuerte consenso. Ninguno de los tres aparece en el horizonte europeo ni español.
Fernando Fernández, ABC, 17/9/2010