Cayetana Álvarez de Toledo-El Mundo

 

Llegué a la sede de la Audiencia Nacional en San Fernando de Henares: un páramo de polígonos, esa fealdad, ese frío. La claque de los acusados de Alsasua disfrutaba del foco en una esquina. Me abrí un hueco entre las cámaras. Vi a la diputada de Bildu que en su día pidió «un chaparrón de aplausos» y «un abrazo lo más caluroso posible» para los asesinos de la T-4. Escuché a la portavoz del mismo partido en el Parlamento de Navarra, hermana de un conocido matón, dar a España lecciones de justicia y proporcionalidad. Y, a punto ya de entrar, hice un par de fotos de una pareja ataviada según las muy precisas instrucciones que en su día publicó ETA en un Zutabe. Ella, idéntica a Anna Gabriel antes de lavarse en el lago Lemán.

Oh, fijarse en el aspecto, qué frivolidad.

No tanto.

Los ocho acusados de Alsasua se disfrazaron de pijos para su comparecencia ante el tribunal. Pelo corto y repeinado. Jersey ceñido de cuello en v. Pantalones chinos. New Balance y Adidas de puro estreno. La única chica –acusada de amenazar a los guardias civiles tendidos en el suelo con futuras palizas si volvían a bajar del cuartel– llevaba una chaquetita rosa y unos tacones monísimos. Hasta el abogado Ollé reparó en el prodigioso cambio de look de uno de sus clientes: «Usted llevaba entonces el pelo… Y que no se moleste nadie… Como si fuera vasco, con melenilla detrás».

No se detengan en el desliz racista ni en la estúpida sinécdoque. Sólo en la estrategia. Los acusados de Alsasua se han presentado como personas ajenas no ya al terrorismo icónico de capucha y pistola, sino a cualquier forma de intimidación. Y es precisamente en ese terreno, el de la intimidación, donde han de ser moral y políticamente juzgados. Ellos. Su entorno. Sus representantes. E incluso sus abogados. Fíjense en este detalle:

María José N., la novia del teniente apaleado, prestó declaración protegida por un biombo. Su relato reveló aspectos desoladores no sólo de la subida de Alsasua sino del propio proceso judicial. La víspera de su declaración tuvo que someterse a una contrapericial psicológica. Los abogados de la defensa pidieron que un perito independiente –es decir, suyo– determinase si sus traumas eran reales o presuntos. La víctima, al banquillo. Durante el interrogatorio, el psicólogo, o lo que fuera, le preguntó: «¿Y cuáles son sus afinidades ideológicas?» Ella se sorprendió: qué tendría que ver su voto con la verdad. Pero impertérrita contestó: «Soy de izquierdas».

No sabemos qué apuntó el pseudo-psico-perito en su cuaderno. Pero sí lo que hubiera querido gritar una de las ilustres abogadas de la defensa. El público pudo leer sus labios: «Sí, ya, los cojones». Y como si los tuvieran, sus colegas pasaron a interrogar a María José N. con un grado de dureza que ni en los años de plomo. Los abogados de ETA siempre han evitado el choque con las víctimas en los juicios. Nunca les han interrogado. Un suelo de respeto. ¡Ah, pero es que ahora estamos en paz! En ausencia de asesinatos, la intimidación se siente libre y legitimada para actuar. Para campar a sus anchas, diría el Supremo.

Y campó. Una cuadrilla de energúmenos macerados en el odio consiguió que la novia de un sargento sintetizara en una frase toda la resignación del Estado: «Si ellos están deseando que nos vayamos de Alsasua, ni se imaginan las ganas que tengo yo de irme». Un testigo citado por la defensa reconoció que los familiares de los acusados le habían «presionado» para que declarase a su favor y dos horas más tarde rectificó en Twitter, confirmando la presión. Y lo más grave, no sólo en términos políticos, el Gobierno de Navarra logró hacer buena la pérfida equidistancia peneuvera colocándose inequívocamente del lado de la manada. Ésta sí.

La intimidación de la democracia no requiere bombas ni zulos ni sofisticadas estructuras terroristas. Esa es la lección de Alsasua. Y también la de Cataluña.

Pero antes vayamos al comunicado de ETA. Un minifisking, qué tentación. Empecemos por el título: «ETA al pueblo vasco». Hasta que no se dirijan al conjunto del pueblo español, todavía soberano, nada. «Obligados por las necesidades de todo tipo de lucha armada, nuestra actuación ha perjudicado a ciudadanos y ciudadanas sin responsabilidad alguna». En ese «obligados» está la justificación de medio siglo de asesinatos. Y en ese «sin responsabilidad alguna», toda la suya, ahora también en la abyecta distinción entre muertos de primera y de segunda. «La verdad debe conocerse». Estupendo. Que nos cuenten quién cometió cada uno de los 300 asesinatos que todavía están pendientes de resolver. Y que les ayuden los obispos de Navarra, el País Vasco y Bayona.

Pero lo más interesante del comunicado de ETA –lo que revela su fundamental irrelevancia– no es lo que subraya, sino lo que omite. Los terroristas citan a los asesinados, heridos y secuestrados. Hablan del dolor ajeno y, con voz de Jaimito después de destrozar toda la casa, dicen «lo sentimos de veras». ¡Sí, sí, de veras! Lo que no mencionan, sin embargo, es la intimidación. Precisamente aquello que, a lo largo de las décadas, más réditos económicos, políticos y competenciales ha dado al separatismo vasco. Y que sigue vigente, porque se alimenta de la memoria de los muertos y de la complicidad de los vivos. Y que afecta a muchos otros lugares de España. Y que goza de una impunidad insólita, también en Europa.

Hoy no hay en Cataluña un pueblo como Alsasua. Ni siquiera Jafre, con sus siniestras contra-manifestaciones ad hominem. Pero la intimidación está extendida porque está institucionalizada. En Madrid, Bruselas y Berlín, juristas y políticos se entretienen en febriles debates sobre si tal o cual tipo delictivo: ¿Rebelión? ¿Sedición? ¿Terrorismo? ¿Cuánta violencia, dice señoría? Ah, la justita. Unos y otros pasan por alto la clave de todo el proceso catalán: la intimidación en manos del poder hace innecesaria la violencia. Esto es lo que entendió de forma profunda y perversa Jordi Pujol. Donde decía: «Nosotros sí somos pacíficos», debería haber dicho: «La intimidación nos iguala». Y esto es lo que nunca ha entendido ningún Gobierno español y probablemente menos que ninguno el actual, con su triángulo Rajoy / Santamaría / Montoro, al servicio sólo de la entropía y de sí mismos.

La intimidación tiene una característica: no puede ser fácilmente resuelta por los jueces; debe ser cortada en seco por los políticos con toda la fuerza soberana de la palabra y de la acción. Y también aquí la dejación de Rajoy roza el delito ¡político! El Gobierno del 155 no ha sido capaz de evitar la intimidación de los lazos amarillos cuando cuelgan de los muros públicos. Como tampoco es capaz de combatir el relato intimidatorio que pretenden imponer ETA y su entorno para ahormar el presente.

Léase con cierto énfasis, como lo harían, por ejemplo, dos guardias civiles destinados a Alsasua. La exhibición de lazos amarillos en la fachada de una consejería es más grave que el sabotaje de una autopista por parte de un comando de los CDR. El linchamiento sistemático de los no nacionalistas en TV3 es peor que el puñetazo que pueda propinar un partidario de la CUP. La implicación de los mandos de la Policía autonómica en una revolución contra-constitucional es más peligrosa que la existencia de grupúsculos con reminiscencias o incluso tentaciones terroristas. Y la presencia de un Gobierno autonómico en una manifestación de apoyo a los autores de una paliza xenófoba hace más daño que la paliza en sí. Cuando la libertad de expresión degenera en libertad de intimidación, cuando las fuerzas de seguridad se convierten en fuente de inseguridad, cuando el propio poder te dice con quién está y que cuidadito con plantar cara o incluso con resistir, la democracia pasa de juez a víctima. Detrás del biombo.