JORGE DEZCALLAR-EL CONFIDENCIAL
Hay quien ya se pregunta si el sistema democrático será el más adecuado para la sociedad digital hacia la que caminamos con paso acelerado, al tiempo que crece la admiración por líderes autoritarios
Los líderes políticos reunidos en la Conferencia de Seguridad de Múnich han expresado preocupación por la salud de la democracia porque «la gente está perdiendo la fe en sus mandatarios» (Justin Trudeau) y «crece el discurso del odio» (Frank Walter Steinmer), aunque acontecimientos como los de Hong-Kong también demuestren su resiliencia y nos den esperanza.
Según Freedom House, el 39% de la población mundial de 7.200 millones vive en sociedades libres, un 24% en países que solo lo son parcialmente, y un 37% en otros que no lo son. No serían resultados muy malos si no fuera porque la tendencia no es buena, pues este año es el decimotercero consecutivo con más retrocesos que avances. A lo largo de 2019, 68 países han perdido calidad democrática y solo 50 la han ganado. Así, Ecuador o Zimbabue (!) han mejorado, mientras que las libertades retroceden en Polonia, Hungría, Rusia, China, Turquía, Arabia Saudí, Brasil, Venezuela… y también en Estados Unidos, donde con Donald Trump se observa un deterioro en cuestiones como el funcionamiento de la división de poderes, la libertad de prensa o la independencia judicial. Y eso se confirma con el dato de que 22 de los 41 países considerados como ‘libres’ también han empeorado durante los últimos cinco años. Es grave. Lo confirman independientemente los sociólogos Anna Lührmann y Steffan I. Lindbergh cuando dicen que desde 1994 hemos tenido una ola creciente de autoritarismo (ellos dicen ‘autocratización’) que ha afectado a nada menos que 75 países, desde Filipinas hasta Brasil y desde Myanmar a Turquía. No es como para tirar cohetes.
Cabe preguntarse el porqué de esta situación, que contrasta con la ola de libertad que se vivió en el mundo a finales del siglo pasado, cuando desapareció la Unión Soviética. Muchos países abrazaron entonces con entusiasmo las formas democráticas y desgraciadamente 30 años más tarde se constata que algunos no han sido capaces de conservar las libertades que entonces consiguieron. Las causas son variadas y tienen que ver con la hiperglobalización (como ahora la llama Paul Krugman) y con las desigualdades que ha generado, con la crisis económica de los últimos años, con la pérdida de empleos por la robotización y con la incertidumbre ante un futuro preñado de cambios que hace que algunos busquen refugio en ideas simplistas y populistas que les animan a cambiarlo todo, o a refugiarse tras los muros del nacionalismo insolidario. Es una equivocación, porque los dirigentes que alcanzan el poder a lomos del populismo tienden luego a concentrarlo en sus manos, aplastar la disidencia y terminar con (o al menos empobrecer) el sistema democrático de contrapesos entre los poderes del Estado. El ejemplo más cercano lo tenemos en las ‘leyes de desconexión’ catalanas.
El sistema democrático está en crisis y hay quien ya se pregunta si será el más adecuado para la sociedad digital hacia la que caminamos con paso acelerado, al tiempo que crece la admiración por líderes autoritarios. Puede que China sea una dictadura y que no haya manejado bien la actual crisis del coronavirus, pero ha levantado en solo 10 días un hospital con 1.000 camas y su modelo de capitalismo de Estado gana adeptos en el mundo. Vivimos una época de cambios profundos y aunque globalmente la pobreza ha disminuido, las disparidades económicas han aumentado y la clase media ve frustradas sus expectativas y se empobrece como consecuencia del capitalismo desregulado de las últimas décadas, lo que exige corregir el rumbo sin demora.
Pankaj Mishra, en ‘Age of Anger’, dice que el problema está en la contradicción entre un sistema político que predica la igualdad y un sistema económico que al mismo tiempo promueve la desigualdad. Algunas ideas comienzan ya a circular y Schwab ha sugerido en Davos pasar de un capitalismo de accionistas (‘shareholders’) a otro de participadores (‘stakeholders’) que primen la sostenibilidad a largo plazo sobre la ganancia inmediata. Pero también hay otras razones para el desasosiego, como es la incapacidad de los Estados para cumplir con su parte del contrato social, que exige obediencia e impuestos a cambio de seguridad y trabajo… Una seguridad y un trabajo que ya no están en condiciones de garantizar porque algunos (como los miembros de la UE) ya no controlan la moneda o las fronteras. Por no hablar de su manifiesta impotencia al responder aisladamente y con recetas locales a amenazas globales como el cambio climático, el terrorismo internacional y las migraciones masivas.
Esa frustración y ese miedo se combinan con otros problemas como la crisis de los partidos políticos, más atentos a sus propios intereses que a los problemas que verdaderamente preocupan a la ciudadanía, los recurrentes escándalos de corrupción, o la misma falta de sentido de Estado de políticos que anteponen sus intereses personales a otras consideraciones en su afán de alcanzar o mantener el poder a cualquier precio. Eso explica que también en Europa pierda fuelle la democracia y que en el Reino Unido, España e Italia hasta dos tercios de los ciudadanos afirmen no estar contentos con la forma en que funcionan sus respectivos sistemas políticos. En Hungría y Polonia, la democracia está en franca regresión.
España es una de las únicas 20 democracias plenas que hay, y debemos estar orgullosos y luchar por mantener lo que con tanto esfuerzo logramos
Algunos, impacientes e incapaces de alcanzar sus objetivos por la vía democrática, pretenden anteponer la ‘democracia de la calle’ (?) a la del Parlamento, que es donde reside la soberanía popular y donde en democracia deben ventilarse esas diferencias. Las redes sociales facilitan estas manifestaciones, al permitir planificarlas y comunicar con inmediatez los cambios de estrategia, aunque no siempre consigan lo que pretenden, porque su misma raíz popular y dispersa las hace frágiles al carecer de líderes claros y de estructuras sólidas en la retaguardia, de forma que lo fácil es sacar a la gente a la calle pero luego no lo sea construir algo sólido sobre esa débil plataforma. Lo vemos actualmente en Argelia, aunque también a veces lo logran, como en Sudán, donde las masas han derribado al sanguinario Omar al- Bachir.
España es una de las únicas 20 democracias plenas que hay en el mundo (al paso que vamos, me pregunto durante cuánto tiempo más) y debemos estar orgullosos y luchar por mantener lo que con tanto esfuerzo hemos logrado, ventilando nuestras diferencias de forma democrática, civilizada y pacífica, con respeto a la ley y dentro del Parlamento que hemos elegido y que para eso existe. Y al respecto, puede animarnos la conclusión de David Runciman en ‘How Democracy Ends’ cuando dice que la democracia se nutre de retos y de dificultades y se debilita en la complacencia. Si es así y Runciman tiene razón, no hay duda de que nosotros estamos en el buen camino.