La democracia pobre

 

El foralismo ha consistido desde antiguo en una hábil técnica para disimular unos repartos interciudadanos de la carga fiscal radicalmente injustos mediante la ventaja que obtiene el colectivo del privilegio (los sustanciales mayores recursos obtenidos gracias al sistema de Concierto).

No existe un momento práctico que mejor realice los ideales de la democracia moderna que el del debate público sobre la fiscalidad, puesto que a través de ésta se establece el reparto de las cargas y los derechos en los que, al final, se plasma nuestra idea de lo que es la igualdad entre los ciudadanos. Y no existe tampoco mejor índice de la pobreza de nuestra cultura política que el hecho de que, año tras año, la sociedad vasca asista indiferente al hecho de que ese debate se le escamotea por arte de birlibirloque. Es decir, por el arte del institucionalismo neoforalista que consigue hacer opacas, borrosas y secretistas las decisiones públicas en materia de impuestos. Y es que el foralismo ha consistido desde antiguo en una hábil técnica para disimular unos repartos interciudadanos de la carga fiscal radicalmente injustos mediante la ventaja que obtiene el colectivo del privilegio (los sustanciales mayores recursos obtenidos gracias al sistema de Concierto).

Parece (sólo parece) que el Gobierno quiere ahora relanzar un debate sobre la fiscalidad, ese debate que las diputaciones hurtan anualmente a la ciudadanía. Puede perfectamente hacerlo, puesto que una cosa es que el Parlamento carezca de capacidad legal en materia recaudatoria y otra muy distinta que carezca de capacidad de debate y orientación políticos en tales materias. Pero lo menos que se le puede exigir es que se trate de un debate informado, un debate serio en el que no se trate a los ciudadanos como menores de edad o débiles mentales, un debate con un poco más de altura que el de los eslóganes facilones. Pero hay preocupantes signos de que en eso, y sólo en eso, se puede quedar la reflexión pública iniciada por López.

De entrada, necesitamos conocimiento. Necesitamos información sobre aspectos estructurales básicos de nuestra sociedad, que resulta literalmente increíble que no sean todavía públicos y de fácil acceso. Por ejemplo, sobre el índice de distribución social de la renta y de la riqueza, para evaluar el grado de igualdad o desigualdad social de nuestra sociedad. Por ejemplo, un cuadro que muestre la procedencia de los ingresos públicos desglosada por tipos impositivos, y permita relanzar aquel debate clásico y fundamental (aunque hace tiempo olvidado) entre los regresivos impuestos indirectos y los equitativos impuestos directos. Por ejemplo, un cuadro que muestre dónde están realmente las diferencias de recaudación que produce el sistema vasco por relación al común español y que, de esta forma, permita al ciudadano identificar qué es lo que hacen exactamente las diputaciones con su capacidad fiscal propia. Y, por último, precisamos de una cuantificación seria y fiable sobre la evasión y fraude fiscal que se producen aquí y ahora, y de las medidas que pueden adoptarse para reducirlos.

No es serio que se inicie el debate desde el poder diciendo que «no pueden tenerse servicios sociales suecos con impuestos africanos», comparando presiones fiscales brutas de diversos países entre sí. Es archisabido que el índice de presión fiscal no mide bien lo que pretende medir porque no tiene en cuenta el nivel de renta de cada país. Si se pretende comparar el esfuerzo fiscal que hacemos los vascos con el de los nórdicos u otros europeos, utilícese un índice que mida efectivamente el sacrificio fiscal de unos y otros, que los hay. Y que por cierto arrojan resultados sorprendentes: nuestro esfuerzo fiscal está a la cabeza de Europa. Vamos, que si no tenemos servicios suecos es porque nuestro PIB no es el sueco, y no porque paguemos menos impuestos que un sueco.

Y, sobre todo, no es serio que se recurra al latiguillo simplón de «los ricos deben pagar más» sin aportar ni la más mínima explicación del por qué esos llamados ‘ricos’ pagan hoy poco. Para poder hacer un análisis mínimamente serio hay que empezar por establecer que el IRPF es hoy un impuesto que grava sólo a las rentas del trabajo y a una parte de las profesionales: es el impuesto de las clases medias y de unos pocos ‘ricos’. Pero los ricos de verdad no tributan por el IRPF, sino por el Impuesto de Sociedades, a través de personas jurídicas constituidas para imputar las rentas fiscales correspondientes. Como decía un inspirado Fernández Ordóñez hace años, «casi todos mis amigos son ahora personas jurídicas». Y resulta que, ¡oh casualidad!, el tipo efectivo del Impuesto de Sociedades en las provincias vascas es del 14%, nada menos que 10 puntos menos que en el territorio español común. Es la diferencia más notable y llamativa entre el sistema fiscal vasco y el común español. Que pretende justificarse usualmente con el llamamiento de «hay que favorecer a nuestras empresas en la dura competencia», disimulando que de paso favorece a esos ‘ricos’ que el lehendakari dice querer gravar de acuerdo a sus posibilidades.

Es voz común entre fiscalistas que mientras el tipo efectivo del Impuesto de Sociedades no converja con el tipo marginal del IRPF se estará creando un agujero negro de irresistible atracción para las rentas empresariales y profesionales más altas, que buscarán su camuflaje societario adecuado para tributar por uno y no por otro. Y si este agujero no se corrige, y toda la facundia demagógica de ‘los ricos’ se limita (como es de temer) a subir un poco más los tipos del IRPF, lo único que se estará haciendo es gravar un poco más a las clases medias. Lo cual puede ser justo en sí mismo, ciertamente, pero no es desde luego equitativo cuando los verdaderamente ricos no pagan lo que deben.

Hace unos años, un correligionario del lehendakari, el hoy ministro Miguel Sebastián, escribió que era inevitable que los ricos no tributasen apenas en España, que no merecía la pena esforzarse por luchar contra ese tipo de evasión y que más valía olvidarse de ellos y centrarse en problemas más abordables. Un perfecto ejemplo de democracia pobre. ¿Podemos aspirar a algo un poco mejor por aquí?

José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 4/7/2010