JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- El disenso forma parte de la naturaleza del sistema. Para que no acabe en una confrontación civil es necesario que los líderes políticos respeten tanto la letra como el espíritu de la Constitución
“El mayor riesgo para nuestra democracia no procede de ninguna amenaza exterior, se encuentra en el interior del país”. En ocasión de los actos conmemorativos de la aprobación de la Constitución española, recordaba yo estas palabras enfáticamente pronunciadas hace apenas semanas por el presidente del Consejo de Relaciones Exteriores norteamericano. Me parecieron el mejor resumen de las tendencias actuales de la política no solo en Estados Unidos, sino en el cada vez más reducido número de democracias liberales que sobreviven en el mundo. La mayoría de ellas se ha agrupado militar y políticamente para combatir la agresión de Rusia a Ucrania. Pero su estabilidad depende no tanto del desarrollo y final de la contienda como del comportamiento de cada país en la organización de su convivencia.
Las debilidades y miserias de la actual política española no son excepción, sino más bien norma en los regímenes de nuevo y viejo cuño. La crisis de la democracia liberal, su perversión, es fruto de un cambio histórico en el orden mundial: la globalización propiciada por las nuevas tecnologías digitales; la emergencia de China como primera potencia económica, y el fin del orden unipolar encarnado por Estados Unidos. Aunque también tiene que ver con la mediocridad de muchos de sus dirigentes, la incompetencia y la inmoralidad de sus gobiernos, que en demasiadas ocasiones acuden a procedimientos oscuros, cuando no abiertamente delictivos, en defensa de sus privilegios.
Las Constituciones democráticas establecen la norma jurídica aplicable al poder político, que es uno y trino como en el divino misterio: legislativo, ejecutivo y judicial. Además, y sobre todo, garantizan los derechos y libertades de los ciudadanos frente a los abusos que de ese poder se derivan. En su defensa es clave la libertad de expresión, pues son regímenes basados en la opinión pública. Nuestra Ley de Leyes, tan celebrada el martes de la semana pasada, fue fruto del consenso de la Transición: la reconciliación entre los españoles tras un largo periodo de horribles guerras civiles y una dictadura de 40 años. De ese consenso, en el que participaron activamente vencedores y vencidos de la última contienda incivil, se ha derivado la más larga etapa de convivencia democrática, paz ciudadana y desarrollo económico de toda nuestra historia moderna. Pero los partidos políticos, presentes o ausentes, en los actos conmemorativos trabajan desde hace tiempo, sin excepción, por el debilitamiento de ese consenso: promueven la polarización, el enfrentamiento, y falta poco para que en nombre de la memoria histórica aticen la confrontación en la sociedad civil.
El funcionamiento de las democracias maduras no significa la ausencia de conflicto. Antes bien el pluralismo genera disensos y contradicciones, a veces de extraordinaria crudeza. Por eso la línea última que garantiza la estabilidad es la establecida por el ordenamiento constitucional, que consagra la separación de poderes y la libertad de expresión. Valores estos vulnerados con frecuencia por los entusiastas partidos políticos cínicamente elogiadores del sistema.
La independencia de los poderes está gravemente amenazada en nuestra democracia desde hace tiempo, comenzando por el Parlamento. Este es el titular de la soberanía nacional, basamento de la legitimidad del poder ejecutivo. Pero sus funciones han sido usurpadas sistémicamente por los gobiernos y las mayorías que los sustentan, toda vez que la elección de diputados y senadores está sometida a una ley electoral (listas cerradas y bloqueadas) que otorga un poder casi omnímodo a la dirección de los partidos. La ciudadanía se siente cada vez más alejada de las funciones parlamentarias y existe una auténtica crisis de representación. La realidad es que lejos de controlar el Parlamento al Gobierno es el Gobierno el que diseña, en solitario o en coalición, el control del Parlamento. Así lo hemos vivido en el pasado y lo estamos viviendo hoy en el caso del matrimonio de conveniencia entre el PSOE y Podemos y su ménage à trois con Esquerra Republicana de Catalunya.
Reputados teóricos de la ciencia política, de Sartori a Linz, señalan que un principio clásico de la quiebra de las democracias es la presencia de partidos antisistema que minan la legitimidad del régimen. No digamos nada si esos partidos se encaraman directamente al poder ejecutivo. Las reformas acordadas para reformar deprisa y corriendo nada menos que el Código Penal, sin diálogo con la oposición y en connivencia con los enemigos de la propia Constitución, ponen de relieve una vez más las tendencias autoritarias del poder. La Constitución establece en su artículo 97 que es función del Gobierno la defensa del Estado. Convendría que el PSOE, facción Sánchez, explicara a sus electores cómo puede defenderse al Estado aliándose con quienes perpetraron un golpe contra su unidad territorial, proclamaron la declaración unilateral de independencia y han prometido hasta el aburrimiento que volverán a hacerlo. Algunos opinan que dicha alianza es ni más ni menos que un acto de complicidad con una organización delictiva, por lo que se podría pedir responsabilidad jurídica, y no solo política, al Gobierno y su presidente.
El artículo 102 de la Constitución habla de las eventuales responsabilidades criminales del Ejecutivo, que en el caso del terrorismo de Estado terminaron por enviar a la cárcel a un ministro socialista, y en el de la corrupción a otro del PP. De modo que el otro poder al que los sucesivos gabinetes no han dejado de intentar controlar es el de los jueces. Con motivo del bloqueo a la renovación del Consejo General del Poder Judicial, Pedro Sánchez ha acusado directamente al Partido Popular de vulnerar la Constitución y el portavoz del PSOE ha ido más lejos al acusarle de ser un partido antisistema. La responsabilidad del bloqueo es, sin embargo, compartida por PSOE y PP, a comenzar por el método establecido para decidir el tema. La Constitución establece que el Congreso y el Senado deben elegir por mayoría de tres quintos a ocho de sus miembros. Es el Parlamento la sede donde se deben negociar, en comisión y en pleno, y con participación de todos los representantes de la soberanía nacional, esos nombramientos. Son los presidentes de las Cámaras, y no las cúpulas de los partidos ni el ministro de relaciones con las Cortes, los responsables de establecer los procedimientos para cumplir con el mandato constitucional. La apropiación del proceso por parte de los dos partidos centrales es un signo inequívoco de la politización partidista de la justicia, mal endémico de nuestra democracia. Ambos partidos son responsables y antes o después ambos deberán rendir cuentas por su incompetencia y su avaricia de poder. Por si fuera poco, el Gobierno ha dado un paso más en sus intentos de controlar y someter al poder judicial con las enmiendas presentadas a la reforma del Código Penal que pretende sean aprobadas en el plazo de unos pocos días.
El disenso democrático forma parte de la naturaleza del sistema. Para que no acabe en una confrontación civil es necesario que los líderes políticos respeten tanto la letra como el espíritu de la Constitución, paradójicamente fruto del consenso. La única manera de que exista un orden político estable, que garantice a un tiempo los derechos de los ciudadanos y el ejercicio de las libertades, es el respeto al Estado de derecho. Bertrand de Jouvenel nos advirtió ya en el pasado siglo de los peligros de la democracia totalitaria, dada la tendencia autónoma a expansionarse que todo poder conlleva. Ahora que el presidente piensa que la Historia le recordará por desenterrar a Franco, debería preguntarse si en realidad no estará ayudando a resucitarle. Estos métodos tan groseros para prolongarse en el poder son un regalo gratuito para los ensueños de la derecha, que no dudará en ponerlos a su servicio. Tan satisfecho de sí mismo y de su gestión como aparenta estar, Sánchez debería mirarse en el espejo de Italia.