Iñaki Ezkerra-El Correo
La cuestión del PP no es si se amiga o no con el PNV, sino consigo mismo. No podrá ser una opción nacional si es marginal en las comunidades en las que se cuestiona la nación
Por fin lo han conseguido. Después de más de una década de guerra abierta contra sí misma, la derecha de este país ha logrado autodinamitarse de un modo espectacular que le impide rentabilizar la crisis abierta en la izquierda. La pregunta que se impone para atisbar una solución es obvia: ¿en qué momento se jodió el PP como el Perú de Vargas Llosa?
Aunque siempre se toma como referencia de las pugnas internas de ese partido el congreso de Valencia de junio de 2008, la guerra empezó antes. Empezó hacia la mitad de la legislatura del 2004. En octubre de 2007, la Fundación Denaes, nacida en mayo del año anterior y presidida por Santiago Abascal, acaudilló un proyecto de reforma constitucional que tenía como fin aparente corregir los excesos de Zapatero, pero como velado objetivo cuestionar el liderazgo de Rajoy. No por casualidad fue Vidal-Quadras, vicepresidente entonces del Parlamento Europeo, la figura pública impulsora de esa iniciativa que embarcó a varias asociaciones y fue secundada por un rocambolesco manifiesto de consumo interno del partido que le postulaba a él mismo como nuevo presidente. Tampoco por azar jugaron, en aquel chusco episodio, un papel muñidor Denaes y Abascal; o sea, el chiringuito embrionario de Vox y el que sería su actual líder, que en aquella época se movían aún entre las bambalinas del vidalquadrismo.
Abascal ha estado en la conspiración y la bronca de la derecha desde el Pleistoceno. Tras el congreso de Valencia (ahora sí), buscaría el madrinazgo y el padrinazgo en los perdedores de aquel cónclave. Lo hallaría primero en el aguirrismo de la Puerta del Sol y luego en el búnker del aznarismo póstumo, cerrándose, así, un círculo paradójico. La primera paradoja está en que tanto Pablo Casado como Abascal son hijos ideológicos del Aznar que se presentó en las últimas generales como la gran autoridad moral del PP que tiene en sus manos la solución. Aznar es el Alfa y la Omega de la casa de los líos. Es el que pone a Rajoy y luego va contra Rajoy. Es el que saca a Mayor Oreja de la terna de la sucesión y antes a Vidal-Quadras de la política catalana para luego acabar metido en el bando de ambos durante el congreso valenciano. Es el que toma a Abascal como hijo adoptivo y después lo repudia porque prefiere a uno legítimo como Casado, hecho a su imagen en la probeta de Faes.
Aznar ha querido salvar al PP de un cóctel de problemas; entre ellos, las secuelas de la propia corrupción, que él mismo ha creado. Pero a la vez hay que reconocer que el marianismo tiene también su importante porción de responsabilidad en el desastre, empezando porque no supo ni quiso denunciar las maniobras del postaznarismo en esa estrategia perfilbajista, aideológica y secante que es también la que ha empleado ante los desafíos del ‘procés’. La pega que ofrece tal estrategia es que no sólo seca al enemigo, sino que nos seca a todos, haciendo realidad política una famosa canción de mi infancia: «Una vieja seca, seca,/ seca, seca se casó/ con un viejo seco, seco/ y se secaron los dos».
En sus dos tétricas modalidades sorayista y cospedálica, el marianismo, por sus torpezas, su apatía, su tacticismo sin alma y su escuela de la mala educación, le ha acabado dando una buena parte de la razón a sus enemigos, motivo por el cual ya va siendo hora de dar carpetazo tanto a la herencia marianista como a la aznarista. Se ha dicho que la solución del PP sería recuperar su tono más duro contra los nacionalismos y que los malos resultados electorales de su filial vasca se deben a que no ha recuperado dicho tono. La hipótesis falla por el flanco catalán en el que, abrazando un discurso sin concesiones, ese PP sufrió una derrota sin precedentes.
El dato indica que, frente a los nacionalismos, hay otros factores de éxito y fracaso que escapan a la dialéctica de lo duro y lo blando. Ni en Cataluña ni en Euskadi tienen, por ejemplo, posibilidades los candidatos importados de la Corte ni los oriundos que sueñan con hacerse cortesanos. En el caso catalán, se desdeñó a profesionales de la política como Alejandro Fernández, que tiene un discurso culto aunque menos lírico que el de Arrimadas, pero que no se ha fugado a Madrid, como ha hecho la lideresa de Ciudadanos volando los cimientos regionales del naranjismo.
En el País Vasco, el PP se acaba de meter en otro charco con el desdichado voto del juntero Juan Carlos Cano a favor de la presidencia de EH Bildu en una comisión de Derechos Humanos. ¿Estamos ante un PP vasco amoralizado, como el PSOE, en su relación de intereses con el PNV y EH Bildu o más bien desmoralizado por lo crudo que lo tiene con Madrid y con su propia tierra? El «error» de Cano echa sal a una herida, la del sangilismo, que ya se había reabierto recientemente con la interpretación entreguista del discurso neofuerista que el PP prepara para su convención de septiembre, cuando ésta es quizás una ocasión de oro para lo contrario. ¿Qué mejor punto de encuentro que el foral para un armisticio o un abrazo de Vergara entre la derecha legitimista y la liberal que ponga fin a la enésima carlistada que ha protagonizado ese partido y desactive el falso e insufrible resistencialismo madrileño a la ETA que ya no pega tiros y al nacionalismo con el que Madrid siempre acaba pactando?
Es una paradoja más que ninguneen a los populares vascos y catalanes quienes ven en el constitucionalismo catalán y vasco el motor regenerador del PP. La cuestión en ese partido no es si se amiga o no con el PNV, sino consigo mismo. Y la cuestión de la derecha es que no podrá ser una opción nacional si es marginal en las regiones en las que la nación se cuestiona.