IGNACIO CAMACHO-ABC
- En la batalla a cara de perro entre sanchismo y antisanchismo, Sánchez ha sobrevivido. El imprevisto gatillazo de la derecha le otorga opciones verosímiles de continuar al frente del Ejecutivo
Existen pocos precedentes, si es que hay alguno, de un cuerpo electoral que se haya rectificado a sí mismo en el plazo de un mes y medio. Para entender lo que ha sucedido en España, el vuelco del vuelco, habrá que analizar muchos datos, examinar muchas variables y esperar, si ello es posible, un clima político más sereno. Quizás en realidad no se haya producido tal rectificación sino que la izquierda ha aprovechado mejor que la derecha el reparto de escaños y ha sido capaz de movilizar en el último tramo el voto útil de su electorado. Por lo general se suele decir que las elecciones las pierden los gobiernos, por declive o por hartazgo, pero esta vez es la oposición la que dejado ir un triunfo más que cantado. Por euforia, por división, por falta de determinación final, por los obstáculos de la jornada anómala de verano. No hay excusas, ni políticas ni sociológicas, para este clamoroso gatillazo que deja al Partido Popular, a Vox y a los segmentos sociales que los respaldan con el sabor amargo de un penalti fallado. Su mejor perspectiva tras el recuento de infarto es ahora la de un colapso parlamentario cuya eventual resolución quedaría en manos del prófugo de Waterloo.
En la batalla a cara de perro entre sanchismo y antisanchismo, el presidente ha sobrevivido. Ha logrado algo más que empatar consigo mismo, que era su meta esencial, y tiene opciones verosímiles de conformar una mayoría de investidura y seguir al frente del Ejecutivo. Un Gobierno que, como el anterior, sería pernicioso para la concordia colectiva y tal vez coloque la estructura misma de la nación al borde del precipicio, pero al que sólo los fanáticos podrán negar su carácter legítimo. Las elecciones fueron planteadas por ambas partes como un plebiscito y Sánchez lo ha abordado a su estilo, con toda clase de chapuzas, ventajismos y trucos propagandísticos, y por supuesto contando con un bloque de apoyo conformado por la ultraizquierda y el separatismo. Pero ese panorama ya iba incluido en la opción planteada desde el principio. Nadie puede darse por sorprendido.
El oficialismo trompetero entonará la conocida partitura del héroe de la resistencia, el mago de las sorpresas, el genial adalid que supo abrir a contracorriente una oportunidad estratégica. No cabe duda de que ha sacado máximo rédito a la anómala convocatoria veraniega, el enésimo y éticamente dudoso conejo escondido en su chistera. Ha salido indemne incluso de una tunda en el debate con el candidato de la derecha, y ha proyectado a su favor el miedo a Vox y la fobia social contra su persona para convertirlos en un vector de fuerza. La polarización paroxística le ha servido para remontar el pronóstico adverso de las encuestas a costa de llevar al país a una tensión máxima de su ya maltrecha convivencia. Pero no podría haberlo hecho sin el inexplicable desistimiento registrado en la otra acera.
En el bando liberal y conservador ha cundido el relajo. El fuerte castigo infligido al Gobierno en los comicios territoriales de mayo ha podido sumir a sus votantes en un estado de optimismo falso, un espejismo de autoengaño acrecentado por la incomodidad de la convocatoria en verano. Han aflojado al final, incapaces de sostener el impulso de cambio acumulado durante los últimos años, y se han dividido en una suicida incomprensión del sistema de reparto de diputados. La frustración de la noche del recuento tendrá que dar paso a una autocrítica general que alcanza tanto a la sociología del voto como a la debilidad del liderazgo y a la inoperancia de sus titubeos y bandazos en la política de pactos. Una amplia porción de ciudadanos ha preferido atrincherarse en el discurso bizarro y maximalista que Feijóo no ha podido desactivar en su búsqueda del sufragio moderado. Su corta victoria frustra el relevo y obliga al PP a otra travesía del desierto, que esta vez promete ser aún más dura y con un horizonte mucho más incierto. Es pronto para especular, aunque ya suenen los nombres de Ayuso y Juanma Moreno, en todo caso condenados a un largo trayecto cargados con el lastre del desengaño interno. El principal riesgo es que la decepción desemboque en sacudidas de espasmos histéricos y en la tentación de sus bases de echarse en manos del extremismo como ha ocurrido en otros países europeos. Ése sería el segundo éxito de Sánchez, que siempre ha acariciado el sueño de la voladura definitiva del espacio de centro.
La probable reedición de la alianza Frankenstein augura un mayor peso de sus extremidades. La influencia de los separatismos, pese a su retroceso numérico, puede construir un Ejecutivo sometido a exigencias constantes en las que estará muy presente la reclamación de revisar los fundamentos constitucionales. La idea de un proceso destituyente más o menos abierto no sólo no es descartable sino que entra de lleno en el cálculo racional de posibilidades. Si algo saben sus socios potenciales es la facilidad con que entrega cualquier contrapartida que le sirva para perpetuarse. Máxime viniendo de una derrota presentida y con otro cuatrienio por delante frente a un adversario paralizado por la catástrofe.
Si logra otro mandato, y hay pocas dudas de que intentará armarlo, puede darse por segura una vuelta de tuerca al modelo de Estado, además de una ocupación aún más intensa de todos los mecanismos institucionales –incluida la justicia—de contrapeso democrático. Es un experto en la toma de poderes por asalto y ahora suma a los resortes que ya tenía en sus manos una oposición desarticulada, hundida en el desánimo, afectada por una potente sensación de descalabro y caos. Su proyecto frentista nunca ha tenido un campo tan despejado. El antisanchismo, quemado en su propia pólvora, vive un verdadero naufragio, acaso fruto de un gigantesco error de cálculo que ha hecho realidad la profecía autocumplida de Tezanos.
El PP entró en la campaña con unas elecciones recién ganadas y un ciclo de victorias claras a sus espaldas. La única incógnita parecía el tamaño final de su ventaja. La demoscopia también ha salido bastante malparada, en grave crisis de crédito y de confianza. Pero es la derecha en su conjunto –la de las élites dirigentes y la de sus correlatos sociales—la que debe interrogarse sobre su verdadero grado de representatividad ciudadana. Un batacazo así exige reflexiones profundas y amplias, porque sus consecuencias pueden revelarse nefastas. Entramos en un escenario más que imprevisto, imprevisible, que amenaza con conducir al país a un grado de desestructuración y de colisión cívica nefasta. Un paisaje de incertidumbre cuya resolución queda a merced –como dijo Otegi en un arranque de sinceridad– de formaciones rupturistas claramente adversarias de la idea misma de España.
La hipótesis de un bloqueo con repetición electoral –¡¡en manos de Puigdemont!!–, la mejor de las que ahora mismo contempla la derecha, es poco halagüeña. En seis meses en funciones, el sanchismo afrontaría con excelentes perspectivas la segunda vuelta. Pero será difícil que el presidente deje escapar, teniéndola a tiro, la ocasión de autosucederse. Es lo que ocurre cuando las expectativas del rival se disuelven en el marasmo de un esfuerzo insuficiente.