Al hilo de la creciente desafección ciudadana, la autora subraya la incapacidad de los partidos y la dejación de nuestra responsabilidad individual ante la inquietante deriva iliberal de las democracias occidentales.
Cada democracia liberal tiene sus peculiaridades, claro está, pero la tendencia está clara. Los partidos políticos convencionales no quieren o/y no pueden no ya solucionar sino ni siquiera entender los grandes problemas que angustian a sus ciudadanos. Probablemente, están diseñados para un mundo muy distinto que está desapareciendo a ojos vistas, el que nació después de la Segunda Guerra Mundial con sus potentes Estados-nación, sus democracias de masas y su creciente progreso económico. Por eso la disparidad entre la magnitud de las preocupaciones de los votantes (que van desde la pérdida de la identidad en un mundo crecientemente globalizado y complejo hasta el miedo ante la incertidumbre y la inseguridad económica, pasando por la precariedad, la desigualdad, el calentamiento global, la brecha generacional, etc.) y la capacidad de los partidos políticos para comprenderlas y atenderlas es creciente. Así, mientras que la política siga siendo la de siempre –cortoplacista, electoralista, estratégica y corta de miras– muchos ciudadanos tienen la sensación de no contar, de estar desatendidos y, como apunta Fukuyama, de no ver reconocida su dignidad. Esta situación abona la creciente desafección por los políticos que –bien manejada por populistas de uno y otro signo, con la inapreciable ayuda de los Estados autoritarios como Rusia– se está convirtiendo en desafección por la democracia. No es casualidad que los electores perciban de manera creciente que los políticos sólo aspiran a ocupar el poder por el poder y a atender sus propios intereses, pero no a solucionar nada realmente importante porque o les falta la voluntad, o les faltan los votos, o les falta la capacidad, o las tres cosas a la vez. El ejemplo de un Gobierno como el español en este momento parece darles la razón.
En este contexto, las consignas –cuanto más estridentes mejor en la era de las redes sociales y del espectáculo permanente e inmediato– sustituyen a las políticas públicas y la nostalgia por un pasado que nunca existió a la voluntad de construir un futuro posible. De la misma forma, las manifestaciones y contramanifestaciones en la calle sustituyen a los Parlamentos y los alineamientos basados en emociones a los debates racionales. Tampoco es casualidad que los partidos políticos al uso se estén viendo desbordados o sustituidos por plataformas o movimientos sociales.
Pero también conviene no olvidar que los adversarios políticos fuera de los focos sí son perfectamente capaces de ponerse de acuerdo en aquellas cuestiones que les afectan directamente o de bloquear aquellas reformas demandadas por la sociedad que limitarían su poder o comprometerían sus opciones electorales o incluso les podrían poner contra las cuerdas en el caso de procesos judiciales. En lo que no se ponen de acuerdo es en la defensa de las reglas de la democracia representativa liberal y del Estado de derecho, es decir, en la defensa de las reglas del juego.
El último ejemplo en España ha sido el pacto entre PP y PSOE (con el apoyo de Podemos) para modificar el dictamen final de la Comisión de investigación de la crisis financiera, de manera que desaparezcan las menciones sobre su responsabilidad en la politización y desastrosa gestión de las cajas de ahorro, comprometiendo muchos meses de trabajo y devaluando la importancia de las aportaciones de los más de 90 expertos convocados con la finalidad de extraer lecciones para el futuro. Pero podemos mencionar también el pacto entre los mismos partidos –con la sola excepción de Ciudadanos– para controlar el CGPJ y a través de su política de nombramientos en el Tribunal Supremo y en las Presidencias de los otros tribunales, que saltó por los aires tras hacerse públicas las manifestaciones del portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó.
En cambio, lo que no podemos mencionar es un gran acuerdo de los partidos constitucionalistas para defender las reglas recogidas en nuestra Constitución, que incluyen por supuesto la posibilidad de su modificación, pero siempre a través de los procedimientos legalmente establecidos. Es más, ni siquiera se ponen de acuerdo en cuales son los partidos constitucionalistas. La frivolidad con que se coloca al contrincante político extramuros del sistema constitucional o se juega con el término fascista empuja inevitablemente a todos los agentes políticos a los extremos al tiempo que polariza y tensiona a la sociedad, sin que avance el necesario debate político racional y sosegado sobre las políticas públicas que podrían contribuir a solucionar los problemas que inquietan a los electores, tanto a nivel estatal como supranacional. No nos olvidemos que muchas de las cuestiones que generan malestar y desconfianza sencillamente ya no se pueden gestionar en el marco de los Estados, por lo que el reto es poder abordarlas en ámbitos políticos más amplios. La Unión Europea es perfecta en ese sentido y, sin embargo, estamos desaprovechando esa enorme ventaja comparativa. Es más, está en el punto de mira de los movimientos populistas.
EN ESAS circunstancias, no parece extraño que irrumpan en el panorama español partidos (o más bien movimientos) como Vox, que canalizan ese malestar y cuyo programa político incluye el retorno a un pasado ficticio pero sin precisar los medios que lo harían posible que, probablemente, o no existen o son sencillamente inviables. Pero si los partidos políticos convencionales no hacen más que gesticular y proporcionar espectáculo –recordemos que llevamos casi cuatro años de legislatura perdida a los efectos de realizar unas reformas estructurales e institucionales cada vez más inaplazables– no es tan sorprendente que los ciudadanos elijan a los que mejor hacen ambas cosas. La competencia política degenera en lo que Snyder denomina con brillantez «las políticas de la eternidad» que ya caracterizan a los Estados iliberales y a personajes como Trump: una política del eterno presente, que se nutre de la nostalgia y el agravio tanto como de la falta de políticas públicas capaces de revertir las causas que los generan. Esas políticas y estas medidas concretas que serían las que habría que debatir para combatir la incertidumbre y la desigualdad, que son los principales motores del descontento en Occidente. Puede que no sea posible acabar con todos los efectos negativos de la globalización, el cambio demográfico o la cuarta revolución industrial; pero lo que es seguro es que si ni siquiera podemos hablar de las políticas que podrían paliarlos o equilibrarlos, corremos el riesgo de perder el único instrumento que tenemos para hacerlo con la suficiente flexibilidad para tener en cuenta todos los intereses en conflicto: nuestras viejas democracias liberales.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.