La sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) sobre la inmunidad de Oriol Junqueras ha provocado una auténtica conmoción en no pocos españoles dados a ese primario tremendismo de siglos que arrastramos y que parece no tener cura a pesar de la modernidad que exhibe nuestra sociedad y el progreso del que hoy puede presumir. Los españoles, es verdad, somos muy dados al exceso, y los primeros, los catalanes, los más españoles de entre los españoles, de modo que el españolismo más castizo, catalán y mesetario, ha sacado a relucir lo mejor de su florida imaginería verbal para calificar de “gran victoria” lo ocurrido, los primeros, y de “enorme ofensa”, los segundos, añadiendo que se trata de “una humillación más” y de “una falta de respeto” de la UE hacia nuestro país. Hay incluso quien ha llegado a decir que “se ha convertido en el mayor enemigo de la unidad de España” y, en consecuencia, nos anima a protagonizar una reedición cañí del británico Brexit, como si ahora mismo no tuviéramos nada mejor en qué ocuparnos.
Y aunque es muy cierto que colectivamente hemos vivido días mejores que el del pasado jueves, la resolución del TJUE, con jueces españoles en su seno, es una más de las muchas que anualmente factura respecto a los distintos países de la Unión. Ocurre que esta vez no nos ha dado la razón, y eso molesta un poco. Pero el lance no altera la situación penal de Junqueras ni, lo que es más importante, las coordenadas del problema que el separatismo catalán tiene planteado a la España constitucional. Cierto que proporciona una alegría momentánea al Movimiento Lazi que, como rocío de las eras, desaparecerá en cuanto, tras la euforia de estos días, aterricen en la cruda realidad de un Oriol condenado por sentencia firme y un Puigdemont que en buena lógica, y en el caso de acabe recogiendo su acta de eurodiputado, terminará con sus huesos en una cárcel española tan pronto como la Justicia remita al Parlamento Europeo el suplicatorio para su extradición, sin que esta vez quepa tío (belga) páseme el río. Convendría, pues, analizar lo acontecido con una cierta distancia (la que magistralmente desplegaba aquí el viernes Guadalupe Sánchez), sin dejarse arrastrar por esas emociones tan del gusto separata.
Otra cosa es que la sentencia de marras permita algunas reflexiones que tienen que ver, entre otras cosas, con el funcionamiento de nuestras instituciones, tal que la Justicia, con un Tribunal Supremo (TS) que no pasa por su mejor momento. La racha de decisiones insólitas salidas del magín de sus señorías, en sentencias que rozan lo histriónico (como ejemplo, la reciente relacionada con la cesta de Navidad de las empresas) sería suficiente para avergonzar a cualquier profesional del Derecho entrado en sazón. ¿Qué necesidad tenía el juez Marchena de hacer la consulta de marras sobre la inmunidad de Junqueras? Basta con conocer la legislación comunitaria al respecto y desde luego leer la sentencia (breve y concisa, apta para todos los públicos) para concluir que el tribunal no podía dar otra respuesta distinta a la que ha dado, algo que por fuerza tenía que sospechar el señor Marchena. Otro tanto cabe decir del cúmulo de circunstancias que nos ha llevado hasta aquí. Si Puigdemont es europarlamentario se debe a la decisión de unos jueces, los del sedicente TS (Sección Cuarta de la Sala de lo Contencioso-Administrativo), y del propio Constitucional que, cuando la JEC había revocado su candidatura, le permitieron concurrir a las europeas pese a su condición de prófugo de la Justicia y a no tener residencia legal en España. Y otro tanto cabe decir de Junqueras. Pues bien, el TS aceptó esas candidaturas y el TC se negó a admitir los recursos de amparo presentados por PP y Cs.
Con un tipo al frente del Gobierno que ha convertido en sus socios a los enemigos de la Constitución, España está indefensa
La situación no es ahora más grave que la de hace una semana o hace un mes, o incluso que la de hace un año o hace cinco. Es la misma de siempre: el mortal desafío que el nacionalismo catalán tiene planteado a más de la mitad de los catalanes y al resto de la España constitucional, un jaque mate consistente en lograr la independencia para ese cuarenta y tantos por ciento de nacionalistas, un envite que significa la muerte no ya del régimen del 78 y de la España constitucional, que va de suyo, sino la inevitable balcanización de uno de los Estados más antiguos de Europa con todo lo que significa en términos de pérdida de libertad y prosperidad, y ello tras un rosario de conflictos en cadena que irían mucho más allá de la independencia de Cataluña y que costarían, fácil es colegirlo, sangre, sudor y lágrimas. Ese partido, que ya es viejo pero que adquirió nuevos bríos a partir del verano de 2012, lo ha perdido el Gobierno de la nación por incomparecencia. No le plantó cara el traidor de Mariano Rajoy, a pesar de la mayoría absoluta de que dispuso, y mucho menos lo va a hacer este aventurero infatuado llamado Pedro Sánchez. Con un tipo al frente del Gobierno que ha convertido en sus socios a los enemigos de la Constitución, la unidad y la igualdad entre españoles, España está indefensa, incapaz de dar respuesta al golpe de un nacionalismo básicamente reaccionario, como todos los nacionalismos.
Un país prisionero de un paisano
Y este es el verdadero problema, el de siempre, no la momentánea llamarada lanzada desde Luxemburgo por una sentencia de la que no quedará rastro en unos días. Como ha señalado ya alguna gente, resulta inevitable constatar la inevitable perplejidad que, en instancias de la UE o en la propia opinión pública comunitaria, sentirán cuando les digan que el separatismo catalán es gente dispuesta a hacer añicos la democracia española pasándose la ley por el forro de sus caprichos, y al mismo tiempo escuchen que esos señores tan malos son los socios que el presidente en funciones, el tal Sánchez, persigue cual perro a perra en celo para convertirlos en sus socios de Gobierno. Un mismo país les persigue y al tiempo les corteja, ¿cómo entender esa contradicción más allá de los Pirineos? Es la anomalía española, encarnada en un aventurero de la apolítica que se ha apoderado de uno de los dos grandes partidos de la Transición y lo usa en beneficio propio sin que ni instituciones, ni sociedad civil, ni españoles de a pie puedan nada contra él. Un país prisionero de un paisano. Lo nunca visto desde la muerte del general Franco.
Lo que queda de aquel PSOE que gobernó España con visión de Estado, asiste atónito al espectáculo de un político presto a entregarse al populismo neocomunista de Podemos y al separatismo de ERC y adláteres. Quienes han combatido, incluso con la vida, a los nacionalismos radicales no comprenden nada de lo que está pasando. Es verdad que aquel viejo partido que, con sus errores, tenía a España en el centro de su estrategia, ha desaparecido. Los herederos de González y Guerra, pero también de Rubalcaba, Jáuregui y López, apenas levantan la voz, acorralados. Conscientes de que Sánchez no ahorra cuchillo cuando descubre un infiel, esperan agazapados a que el líder supremo se rompa la crisma para, llegado el caso, dar un paso al frente y tratar de destronarlo. Es la posición de los Page, Vara y, en menor medida, Lambán, mientras la vieja militancia se despacha a gusto en grupos de wasap en los que es más difícil entrar que en el Concierto de Año Nuevo de Viena. Entregar la gobernabilidad de España a quien quiere romperla parece más un crimen que una imprudencia. Pero, ¿para qué sirven unos políticos valientes en privado y en público acogotados?
El sanchismo se ha constituido en un peligro cierto para la democracia y la convivencia, hasta el punto de que la derrota del constitucionalismo no la dictará el TJUE, sino un tal Sánchez
Agazapado también está el PP. Escondido, viendo la balsa de piedra deslizarse a la deriva, ante la perplejidad de buena parte de su electorado. Pablo Casado ha perdido este fin de semana la que seguramente era su última oportunidad para abandonar el “síndrome Rivera” y ofrecer a PS la posibilidad de un Gobierno en solitario, incluso con apoyo presupuestario, y naturalmente con condiciones. Inés Arrimadas lleva semanas promocionando valientemente la “Vía del 221”, una solución idéntica en esencia, y lo hace consciente de que el amo del PSOE jamás aceptará una oferta de este tipo porque él ya ha elegido, él está con quienes quieren acabar con el régimen, y porque el PSC no se lo consentiría y aquí manda Iceta, de modo que antes convocaría terceras, cuartas o quintas elecciones (“Sánchez amenazó a Arrimadas con terceras elecciones si Cs no se abstiene”, contaba el viernes Gabriel Sanz) hasta que los españoles aprendan a votar lo que a él le conviene. ¿Significa esa negativa que el PP haya de cruzarse de brazos esperando ver desfilar el cadáver de su enemigo, para entonces heredar las ruinas de un convento del que, por cierto, tal vez no queden ni los restos dentro de cuatro años? Tanto el PP como Vox están obligados a mover ficha (“Casado y Abascal son dos derechas de suma cero”, escribía ayer aquí José Alejandro Vara) y ofrecer alternativas. Aunque se las lleve el viento. Se trata de ponerle, una vez más, en evidencia, y demostrar que los partidos sirven para algo más que para desempeñarse como oficina de colocación de amigos.
Gobierno antes de Reyes
Apenas 48 horas después de que la sentencia del tribunal luxemburgués pusiera en peligro la investidura, en opinión de no pocos expertos, y a riesgo de perder las elecciones catalanas a manos de Puigdemont, los nacionalsocialistas de ERC mostraron ayer su disposición a hacer presidente a Sánchez, regalo de reyes anticipado para un enfermo de poder, antes del 5 de enero, ello a expensas de unos “gestos” cuya literalidad desconocemos pero que podemos adivinar. Sánchez cederá lo que sea menester con tal de que su Begoña pueda oficiar de primera dama en Moncloa los próximos años. Como los saltadores de alturas, Pedro es nuestro campeón olímpico dispuesto a rebasar cualquier listón por alto que se lo pongan. Junqueras lo ha vuelto a reiterar para que nadie tenga duda: la independencia es irreversible y el referéndum inevitable. “Nos hemos ganado el derecho a volver a intentarlo”, mientras Carmen Calvo le ofrece “diálogo dentro del marco democrático” sin mentar la Constitución, y Celaá hace suyo el lenguaje del golpismo, mientras Lastra y Simancas blanquean finamente el edificio bilduetarra. ¿Corolario? El sanchismo se ha constituido en un peligro cierto para la democracia y la convivencia, hasta el punto de que la derrota del constitucionalismo no la dictará el TJUE, sino un tal Sánchez. No vendrá de Luxemburgo, sino de Madrid.
Un secreto a voces: los mayores enemigos de la democracia española están en el corazón de las instituciones. La impericia, la estulticia o la simple traición se sientan al frente de nuestras instituciones junto a silentes y abnegados cumplidores de su deber. En el Supremo, por ejemplo. En el alto tribunal hay magistrados nombrados por partidos que abiertamente desafían la Constitución y quieren acabar con ella, y que en buena lógica siguen al dictado de quien los nombra. Los jueces en los tribunales y el eterno presidente en funciones en La Moncloa. Este es un Estado que ha renunciado a defenderse, que parece dispuesto a entregarse sin lucha. Desde los tiempos de Jordi Pujol, la Generalitat se halla en abierta rebeldía contra el orden constitucional, en manos de una gente que aprovecha los resquicios legales que el garantismo del sistema ofrece para destruir el sistema desde dentro, el famoso “entrismo” leninista, sin que nadie haga algo para impedir la utilización torticera de la Ley para acabar con la Ley. Por este camino, pronto terminaremos por cavar la fosa de este régimen con el que, para ser sinceros, no nos ha ido nada mal. Cuando los países se empeñan en suicidarse víctimas del veneno del conformismo, efectivamente terminan consiguiéndolo. La historia está plagada de ejemplos. Al frente del Gobierno tenemos a un enemigo de los valores constitucionales, un tipo enfeudado con el nacionalismo separatista, mientras en Zarzuela resiste el que aparentemente es último resorte de la España constitucional, callado cual muerto, ¿asustado?, desde su famoso discurso del 3 de octubre de 2017. ¿Dirá algo el martes capaz de elevar la quebrantada moral de buena parte de la ciudadanía?