ABC 19/12/15
IGNACIO CAMACHO
· Mucho más grave que el puñetazo ha sido la tolerancia moral brindada por sectores intoxicados por la ideología del odio
DE todas las formas posibles de corrupción, la más peligrosa, la más devastadora es el odio. Y de todas las formas de corrupción política la más nociva es el odio ideológico, porque pervierte el principio de convivencia: identifica al discrepante como un enemigo y despenaliza moralmente su destrucción por el simple hecho de ser o de pensar diferente. Resulta chocante que en España haya triunfado un cierto discurso que denuncia la degradación de las instituciones y la desviación de poder desde una base de rencor social incompatible con cualquier propósito regeneracionista. El extremismo sectario ha utilizado la indignación natural ante los abusos como combustible de una hoguera de resentimiento en cuyas llamas no trata de depurar el sistema sino de liquidarlo.
El puñetazo a Rajoy no ha sido más que una expresión incidental de ese clima de encono. Técnicamente puede considerarse un gaje del oficio de candidato; cualquier gobernante que haya tomado decisiones conflictivas está expuesto a la ira de un exaltado si su escolta permite que se le aproximen los ciudadanos. Pero el impulso desquiciado del muchacho pontevedrés que golpeó al presidente –«la víctima» según el alegato de un abogado dispuesto a elevar al paroxismo la cultura exculpatoria– es el fruto recalentado de un fanatismo cultivado a través de la retórica del odio.
Esa deshumanización del adversario se muestra con estremecedora claridad en las redes sociales agitadas por la jauría radical. Mucho más grave que el mamporro, al fin y al cabo un suceso aislado, ha sido la amplísima complacencia brindada por un sector de la sociedad intoxicado por la doctrina del enfrentamiento, capaz de hacer de la animadversión una ideología. Bajo la unánime condena evacuada por la nomenclatura política –exquisita moderación cosmética propia del ambiente electoral–, el acto de violencia ha sido comprendido, relativizado, justificado, disculpado y hasta defendido por miles de ciudadanos que parecían incluso envidiar la osadía o el arrojo del matón perturbado. Esa corriente de empatía con la agresión obedece a una mentalidad de tolerancia basada en un sentimiento de superioridad moral que se concede a sí mismo el monopolio de la decencia. Es la banalidad del mal, el proceso que diluye la conciencia responsable en la falsa convicción de una causa justa.
De ahí vienen los escraches, el acoso a los rivales, los feroces linchamientos twitteros, la criminalización del pensamiento divergente. Está verbalizada en público por líderes que han hecho fortuna señalando objetivos con una demagogia simplista de emocionalidad hostil. Que han dividido a la sociedad española rescatando sus peores demonios y aboliendo la culpa de la violencia de baja intensidad –por ahora– en nombre de un designio político disfrazado de nueva ética. Nadie debería olvidar que esa gente se presenta a las elecciones.