IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA-EL PAÍS
- Asistimos a la paradoja de que, debido a la desconfianza política, el progresismo mundial vive un momento de debilidad pese a que los grandes problemas actuales sean la desigualdad social, la inseguridad económica, el cambio tecnológico y la crisis climática
Si en los años 2008-2010, en medio de la gran crisis económica que asoló buena parte del mundo, nos hubieran dicho que 15 años después se produciría una gran ola reaccionaria y autoritaria, habríamos pensado que esa advertencia se basaba en un diagnóstico erróneo de los acontecimientos. En aquel momento no tenía mucho sentido considerar que la consecuencia de la crisis fuera el éxito de tipos como Donald Trump, Giorgia Meloni, Jair Bolsonaro, Viktor Orbán, Boris Johnson, Geert Wilders, Marine Le Pen y tantos otros de semejante perfil.
Echemos la vista atrás. En los primeros momentos de la crisis se pensó que el capitalismo global no podía continuar con los desequilibrios que se manifestaban en forma de burbujas inmobiliarias y “exuberancia irracional” en los mercados financieros. La crisis y las políticas de austeridad que se llevaron a cabo para evitar el colapso del sistema provocaron un aumento brutal del desempleo, el empobrecimiento de las familias con menores recursos, la depreciación de los activos inmobiliarios, el crecimiento generalizado de las desigualdades y problemas de deuda tanto en el sector privado como en el público.
Ante una situación así, muchos creyeron, con ilusión o con pesar, que habría una corrección del sistema desde la izquierda. La gente se replantearía sus prioridades, optaría por un capitalismo más y mejor regulado y exigiría tanto mayor protección ante los ciclos económicos como una reducción de las desigualdades. Lejos de la materialización de esas expectativas, nos encontramos en la actualidad en una situación muy distinta, tratando de evitar que la ola reaccionaria nos pase por encima. En el conjunto de países de Europa occidental, las izquierdas (alternativas, poscomunistas, verdes y socialdemócratas) han retrocedido 6,5 puntos porcentuales de voto entre 2000 y 2023, pasando del 43% al 36,5%, una caída muy notable. La mayor pérdida se ha producido en los partidos socialdemócratas: su apoyo medio era del 32,3% en 2000 y tan solo el 19,9% en 2020; desde entonces se ha registrado una cierta recuperación y la media se encuentra ahora en el 23,4%, mejor que hace unos pocos años, pero todavía muy lejos de los niveles de finales del siglo XX, cuando se encontraba por encima del 40%.
Por su parte, las izquierdas más radicales han crecido algo, pasando del 10,7% en 2000 al 13,1% en 2023. Este tímido crecimiento no ha compensado la caída socialdemócrata, habiendo un saldo neto negativo. Hubo un momento en que parecía que podría crearse un potente bloque de izquierda radical en Europa (Syriza en Grecia, La Francia Insumisa, el Bloco de Esquerda portugués, Podemos, Die Linke, etcétera), pero, excepto en Francia, estas fuerzas han ido perdiendo fuelle en todas partes.
Los datos, pues, dibujan una tendencia bajista a lo largo del siglo. En España no se habla demasiado de ello porque nuestro país ha sido una excepción: el PSOE, que tocó fondo en 2015, ha conseguido restaurar parte de los apoyos perdidos y gobierna desde 2018, primero en solitario y luego en coalición con la otra izquierda (Unidas Podemos primero, Sumar ahora). No obstante el caso español, la perspectiva comparada no deja lugar a la duda sobre la debilidad creciente de las izquierdas.
¿Por qué se produce este debilitamiento cuando los grandes temas de nuestro tiempo son la desigualdad social, la inseguridad económica, el cambio tecnológico y la crisis climática? En muchos países desarrollados domina el pesimismo. Hay grandes sectores de la población que piensan que las generaciones venideras vivirán peor que las anteriores: según una encuesta de Pew Research Centre publicada en 2022, así lo piensan el 78% de los franceses, el 76% de los españoles y el 72% de los británicos y norteamericanos. En la misma línea, son muchos quienes creen que la sociedad ha emprendido un rumbo equivocado: de acuerdo con otra encuesta de Ipsos, de diciembre de 2023, el 80% de los franceses, el 71% de los alemanes y el 65% de los españoles están de acuerdo con esa afirmación.
A veces se apunta que esta aprensión por el futuro explica el auge de la derecha radical, pero me parece que este argumento, por sí mismo, no va demasiado lejos, ya que las izquierdas pretenden, precisamente, ahuyentar esos miedos e incertidumbres mediante políticas activas de protección y redistribución. La gran pregunta es por qué las derechas consiguen capitalizar el pesimismo existente frente a las propuestas de las izquierdas. El miedo ante los avances tecnológicos y las nuevas formas de trabajo, la crisis medioambiental y el cambio cultural se pueden transformar en frustración y resentimiento (xenofobia, nacionalismo excluyente, regreso a un supuesto pasado envidiable), pero también en una potente motivación para buscar mayor seguridad. Con otras palabras, el miedo puede canalizarse políticamente en direcciones muy distintas.
¿Por qué entonces las izquierdas no logran persuadir a suficiente gente de que hay soluciones factibles a los grandes problemas? Una parte de la responsabilidad, sin duda, debe estar en las propias izquierdas. La socialdemócrata se ha vuelto claramente conservadora y defensiva, con la mirada puesta en los años dorados del Estado del bienestar. La más radical y alternativa, por su parte, cultiva una actitud apocalíptica, anunciando el colapso civilizatorio, con un mayor énfasis en la denuncia de los peligros e injusticias del sistema que en los medios para superarlos. Ambas izquierdas comparten en cualquier caso una cierta actitud de resistencia ante el embate reaccionario que en ocasiones se convierte en un derrotismo anticipado, como si la historia empujara con fuerza y hubiera que frenarla cuanto sea posible.
Sería, con todo, un tanto simplista reducir las dificultades de la izquierda a un problema de mensaje. Según lo veo, hay un asunto más de fondo. El proyecto de las izquierdas, en cualquiera de sus corrientes, se basa en la superación colectiva de las dificultades, en la unión de esfuerzos individuales en torno a un proyecto común. Eso solo es posible si se tiene la esperanza de que la política funcione y mejore las condiciones de vida de la ciudadanía. En tiempos de desconfianza política, lo que domina, sin embargo, es el cinismo. Nuestro tiempo se caracteriza tanto por los temores hacia el futuro antes señalados como por un proceso generalizado de desintermediación de los actores e instituciones que conforman la democracia (partidos, medios de comunicación, gobiernos, expertos). Como consecuencia de la desconfianza política y del cuestionamiento de toda instancia de intermediación, el vínculo representativo queda dañado. Hay un rechazo generalizado a los partidos políticos y una sospecha constante sobre los medios de comunicación. Son muchos quienes piensan que los partidos y las instituciones son el problema, no la solución, y buscan una alternativa en líderes fuertes, que encarnen, por encima de las instituciones, las insatisfacciones y temores de un pueblo que se siente traicionado o decepcionado por el orden existente.
En esas condiciones, cuando la política deja de tener virtualidad transformadora, las izquierdas se encuentran en desventaja. Descartada o superada definitivamente la vía revolucionaria, la desconfianza política daña en mayor medida a las izquierdas que a las derechas. De ahí que las derechas radicales consigan conectar mejor con los miedos e incertidumbres de tantos ciudadanos que están a la vez desconcertados por la velocidad de los cambios y que no confían en la política.