Ignacio Camacho-ABC
- Un bajo rasero de exigencia descapitaliza el talento y destruye la esperanza de ascenso social a través del esfuerzo
La mejor prueba del sectarismo que inspira la «ley Celaá» es la prisa que sus promotores se han dado en tramitarla, sin debate en la comunidad educativa para que nadie cuestionara su profunda esencia doctrinaria. No es una simple ley derogatoria de la de Wert, como en principio fue anunciada, sino una norma impositiva que consagra un profundo sesgo dogmático de la enseñanza. Contiene todos los mitos pedagógicos de la izquierda contemporánea: el facilismo didáctico, el rechazo de la religión cristiana, el acoso a los centros concertados, la mediocridad disfrazada de pretensión igualitaria. Y para asegurarse el apoyo del nacionalismo refrenda «de iure», porque «de facto» ya lo estaba, la exclusión del castellano en las aulas de las comunidades con
lenguas llamadas «propias» en clamorosa trampa semántica. Un despropósito rematado por el incomprensible ataque a la educación especial, que supone en la práctica condenar a los discapacitados a la crueldad del mobbing infantil en aras de una filosofía escolar tan buenista como estrafalaria. Ideología en vez de instrucción, chatarra vacua en vez de conocimiento, uniformidad en vez de tolerancia.
El principal problema del nuevo marco docente no reside en la falta de consenso, crítica ingenua ante un proyecto concebido precisamente para provocar enfrentamiento, sino en la pretensión de abolir de forma definitiva la noción del esfuerzo a partir de la trivialización del suspenso y de la devaluación continua, como la denomina Andreu Navarra, del pensamiento complejo. En ese desdén por el estudio late una paradoja antiprogresista porque un bajo rasero de exigencia destruye la esperanza de ascenso social a través del mérito, favorece a quienes tienen recursos -como la propia ministra- para procurarse aprendizajes paralelos, priva a los menos pudientes de la posibilidad de capitalizar su talento y en conjunto debilita la competitividad del país entero. Quizá en el fondo se trate de eso: de estimular un precoz clientelismo que regala títulos huecos a cambio de que los jóvenes renuncien a la autonomía de criterio y dejen su futuro en manos del Estado proveedor y benéfico.
El resto es más previsible: consiste en poner la libertad bajo sospecha, restringir la capacidad de elección de la familia y monopolizar el control de la escuela agitando el viejo prejuicio contra la Iglesia. A Celaá la perseguirá siempre la frase con que negó a los padres la prevalencia en la formación de sus hijos para atribuir a los poderes públicos un preferente derecho de tutela. Su torpeza expresiva retrató el sustrato ideológico de esta ley que atropella al mismo tiempo la razón, la excelencia, el libre albedrío y hasta el idioma en que está compuesta. Qué puede salir mal cuando se mezclan con mala fe el intervencionismo político, la autocomplacencia, el sentimiento de superioridad moral y el fomento de la pereza.