La dictadura, y la mentira, del método

EL CORREO 15/07/13
JOSEBA ARREGI

La paz consiste en poder vivir en libertad y la libertad la garantiza el Estado de derecho

El punto de partida de la cultura y de la mentalidad modernas se encuentra en el ‘Discurso del método’ de Descartes. La función del discurso es evitar los escollos que impiden un conocimiento verdadero y abrir las puertas al camino que con certeza y seguridad pueda conducir a él. El método está, pues, en función del conocimiento y, por lo tanto, de la verdad.
Esta preocupación por el método ha producido resultados sorprendentes. En la Universidad, en la escuela en general, se ha impuesto una visión didactista de la enseñanza que ha encontrado un filón en la aplicación tergiversada del plan de Bolonia: lo que importa no es aprender conocimientos, sino aprender a aprender, al estilo de una peonza que gira en torno a sí misma.
Si para Descartes el método estaba en función de la certeza del conocimiento, hoy parece que el método está en función del propio método, que no transciende de sí mismo, que no apunta a algo que pueda encontrarse fuera de él, sino que se agota en ese movimiento de peonza: los contenidos, los saberes, la búsqueda de la verdad no hacen más que entorpecer la mejora continua del aprendizaje mismo, un esfuerzo cuya meta es aprender a aprender, y no la adquisición de contenidos o de saberes, ni por supuesto la búsqueda de la verdad. Esta dictadura del método está arrasando la universidad y está produciendo unos resultados que destacan, sobre todo, por su esterilidad.
Algo parecido está sucediendo en la valoración de la figura del nuevo Papa. El esfuerzo que los periodistas y analistas de medios han invertido en interpretar su elección y todos sus gestos posteriores desde una perspectiva de progresismo y de izquierda no obtiene rentabilidad en el ámbito doctrinal, y por eso caen también en la dictadura del método: lo que importa no es la impronta que Francisco pueda dejar en el campo de la verdad de la fe, en la forma de entender e interpretar la verdad de los evangelios, sino que lo que importa es su estilo, la novedad de ese estilo, porque, nos dicen, lo importante del cristianismo es la forma de vida, es el estilo, y no la verdad.
Donde se dice estilo, póngase método, y, apurando, póngase moda. Y es cierto que a la verdad de la fe, a la verdad del cristianismo le pertenece, consustancialmente, una práctica de vida. Pero también pertenece a la verdad de la fe cristiana que esa práctica de vida no es posible sin una fundamentación en la gracia de la fe. Podrá sonar a antigualla, pero la lucha de siglos contra el pelagianismo –la posibilidad de que uno se salve gracias a sus propias obras–, traducido a finales de la Edad Media en lucha por limpiar la práctica eclesial de adquirir la salvación vía pago dinerario, a la afirmación de que la salvación sólo es posible gracias a la fe, al don y a la gracia de la fe, es decir a la aceptación de que el ser humano está fundamentado en Dios y en su gracia, no se puede zanjar sin más con la apelación a un estilo de vida, y menos a la aplicación al papado de la limitación de legislaturas en el poder.
Un tercer ejemplo de la dictadura y de la mentira del método lo encontramos en las cuestiones ligadas a lo que se llama pacificación, a lo que alguien debe hacer para que el anuncio de ETA de dejar de matar, al que se ha visto abocada, se transforme en convivencia, en reconciliación, en reconocimiento del daño causado, en perdón, en consolidación de la paz. El término que califica las acciones pertinentes es el de proceso, término que ya indica que lo importante es el método. Para conseguir esa convivencia en la que estén representadas las cuatro sensibilidades –sin preguntarse si todas ellas son capaces, por el contenido de su proyecto, de convivir con las demás garantizando su libertad– hay que hacer planes, establecer tácticas, desarrollar estrategias, diseñar hojas de ruta, forzar el significado de las palabras, recurrir a gestos, olvidar el meollo de la cuestión y avanzar en microacuerdos, apostar por el movimiento. Pero el problema radica en el contenido, en la verdad de la historia, no en el método. La paz consiste en poder vivir en libertad. La libertad la garantiza el Estado de derecho. La garantía consiste en respetar no simplemente el derecho básico a la vida, sino el derecho a la libertad de conciencia, a la libertad de identidad, a la libertad de sentimiento de pertenencia. La vida siempre está en riesgo, el derecho humano a la vida puede ser negado por un error médico, por una exposición contaminante a largo plazo, por un conductor ebrio.
Pero en Euskadi el derecho a la vida ha sido conculcado por un proyecto político que negaba la libertad de conciencia. Ésa es la pregunta que hay que mantener viva: si todas las sensibilidades que deben convivir son sensibilidades que han interiorizado la necesidad de garantizar la libertad de conciencia, de identidad y de sentimiento de pertenencia.
Algunos creímos –una demostración más de que la ingenuidad nunca desaparece– que el fin de ETA iba a ser el momento en el que esta pregunta iba a ser formulada con toda claridad y con toda la fuerza. Pero ha sido engullida por el método: la táctica a seguir para que la izquierda nacionalista radical encuentre las palabras que parezca que digan lo que probablemente no dicen, la táctica para que el Gobierno central se mueva en la cuestión de los presos –equiparación muy significativa en sí misma–. Por eso a la alegría por la derrota de ETA se ha unido la tristeza por la dictadura y la mentira del método, y algunos seguimos siendo recalcitrantes porque creemos que sin búsqueda de verdad no hay ciencia, que sin la verdad del don y de la gracia de la fe no hay estilo de vida cristiana que se sostenga, y sin la reclamación de garantías para la libertad de conciencia y de identidad no hay libertad como fundamento de la paz.