Los avatares de la política han colocado al ciudadano Atutxa en la primera línea de la insurrección nacionalista contra el poder del Estado. Abanderando un Parlamento o más bien a un grupo de diputados que se consideran a sí mismos como la encarnación de la esencia del pueblo vasco, no sujetos a restricción alguna que no emane de su propia voluntad y portadores de inalienables derechos originarios, se resiste a dar cumplimiento a la sentencia del Tribunal Supremo que disuelve al brazo político de ETA y obliga a deshacer el grupo Sozialista Abertzaleak.
El ciudadano Atuxa ha declarado que la pretensión judicial hiere la dignidad del Parlamento vasco -y, de paso, la suya propia-; y que él, en tanto que su presidente, no hará dejación de sus funciones y defenderá a ultranza su independencia. Avalando sus palabras con los hechos, en los últimos días ha dado muestras de su virtuosismo trilero en el manejo de los asuntos políticos, logrando que dos órganos de la Cámara legislativa -la Mesa y la Junta de Portavoces- adopten resoluciones opuestas para así justificar que las cosas se mantengan inalteradas, que los voceros del terrorismo sigan contando con su grupo parlamentario y que, esto es lo verdaderamente importante, la institución no vea condicionadas sus decisiones por el poder judicial español.
De momento, las cosas están así, aunque seguramente no por mucho tiempo, y el ciudadano Atutxa parece haber salvado su dignidad. Curiosa dignidad ésta. La de un presidente parlamentario al que no parece preocuparle que sus acciones puedan ser calificadas como delictivas; al que obviamente no le quita el sueño que la institución cuya dirección ejerce sea, seguramente, la que menos leyes ha aprobado durante los últimos años y, por tanto, la que peor justifica el sueldo de sus diputados; al que no le incomoda desviarse de los procedimientos democráticos si con ello, como ha ocurrido con los Presupuestos, se da satisfacción al Gobierno de sus correligionarios. No; no se busque en hechos como éstos el menor atisbo de alteración de la dignidad del ciudadano Atutxa, porque él sólo parece indignarse cuando alguien pone en cuestión la política del nacionalismo gobernante y, en particular, su peculiar relación con las organizaciones que dan voz a ETA. Así ha ocurrido ahora con la pretensión del Tribunal Supremo de disolver el grupo parlamentario de SA; así lo constató Isabel San Sebastián, según ha relatado recientemente, cuando en 1998, en una conversación con nuestro personaje, dudó del carácter real de la tregua de ETA; y así lo pude verificar yo mismo cuando declinaba el verano del año 2000 y tuvo lugar el penoso episodio que, al observar estos días el comportamiento del ciudadano Atutxa, no he podido por menos que rememorar y que, para ilustrar todo esto, a continuación paso a relatar.
En aquel verano había saltado a los medios de comunicación la noticia de que, un mes después del asesinato de mi hermano Fernando Buesa, en el curso de las investigaciones judiciales sobre el ‘comando Vizcaya’ de ETA, había aparecido un dosier fotográfico en el que figuraba él, además de otras personalidades políticas, siendo notorio que las imágenes habían sido tomadas en el Parlamento vasco. El esclarecimiento de cómo algún activista o informante de la banda terrorista pudo actuar con impunidad en las dependencias de esa institución nunca ha podido establecerse, entre otros motivos, según consta en los autos judiciales, por la escasa colaboración que su presidente, a la sazón el ciudadano Atutxa, prestó a la investigación.
Mi reacción al ver difundida esa información fue preguntarme cómo era posible que nadie en la Cámara vasca asumiera la responsabilidad política por el notorio fallo de seguridad que el hecho evidenciaba y, más aún, que ni siquiera se hubiera emprendido una investigación al respecto; y esa pregunta la trasladé a una nota que se publicó en un periódico. Al día siguiente llegó la respuesta del ciudadano Atuxa en un artículo recogido por el mismo diario, en el que despachaba el asunto aludiendo a la entonces socorrida tesis de la descoordinación policial entre el Estado y la comunidad autónoma -una tesis que, por cierto, había servido poco tiempo antes para que el presidente del PNV, Xabier Arzalluz, desviara la responsabilidad del asesinato de mi hermano hacia el ministro de Interior, y de paso se la quitara a ETA-, consideraba además que entraba dentro de lo aceptable que un informador etarra, con su documentación en regla, hiciera su trabajo dentro de la institución parlamentaria, y dejaba en el aire la sugerencia de que, ante todo esto, era mejor callar. Mi ulterior intervención rechazó esta invitación, y también los argumentos del ciudadano Atuxa, para acabar evocando unas palabras del último discurso de mi hermano en las que, con relación al problema de la seguridad, señalaba que «el lehendakari y su Gobierno nos han defraudado» y que «la minoría nacionalista que le apoya ninguna voluntad tiene de enfrentarse con los grupos violentos».
Esta cita debió de ser la gota que colmó el vaso de la indignación del ciudadano Atutxa, quien una semana más tarde me dirigía una extensa misiva en la que encerraba un ataque personal en toda regla. Su comienzo no parecía demasiado grave, pues se limitaba a acusarme de actuar con prejuicios y de no querer aceptar la versión verdadera de los hechos, es decir la suya: «No me ha preguntado nada. No ha creído conveniente llamarme». Pero más tarde iba elevando el tono hasta pasar a la acusación miserable de que para mí debían existir víctimas del terrorismo de varias clases, algunas de las cuales ni siquiera merecen ser consideradas. Y, así, el ciudadano Atutxa me recriminaba que hubiera olvidado «otro hecho rotundo, notable e incuestionable. ETA asesinó, junto a su hermano, a Jorge Díez Elorza, ertzaina»; y añadía que «por respeto a Jorge Díez, tan asesinado, tan muerto, tan digno de respeto y reconocimiento como Fernando Buesa, me resulta indecente que lo ocurrido se despache con un juicio de intenciones cuyo único objetivo es arrojar injustos reproches sobre la profesionalidad y voluntad que existe en la Ertzaintza». O sea que, según el ciudadano Atutxa, no sólo yo ignoraba dolosamente a quien perdió su vida protegiendo a mi hermano, sino que lo hacía deliberadamente para insultar al conjunto de la Policía autónoma vasca. Véase, para corroborarlo, la conclusión que extrae de su exaltada argumentación: «Su infundado veredicto es pues una injuria para Jorge Díez Elorza. Dudar frívolamente de su voluntad, de la de la Ertzaintza en su conjunto y de la de los responsables de la seguridad del Parlamento es inaceptable e insultante». Y, a continuación, descubría la verdadera razón de tan desmesurado ataque: «Injuriar de este modo es también un insulto y una ofensa personal para mí».
Retengamos esta última frase, pues expresa, otra vez, la dignidad herida del ciudadano Atuxa. Otra vez y por similar causa a la que he mencionado más atrás. Juan María Atutxa Mendiola se considera injuriado cuando alguien discute la pertinencia de sus decisiones políticas con respecto a los voceros de ETA. Es más, se considera a sí mismo como un perseguido, no por los terroristas, sino por los que vemos en sus acciones una débil reacción ante éstos. Y, así, señala en su carta que «en estos tiempos la defensa democrática y pacífica de ideas como las mías, igual de legítimas que las suyas, nos acarrea la injusta pena de aparecer como filoterroristas ante la opinión pública».
Pero esto no es todo. Porque el verdadero motivo de tan enrevesadas y paranoicas reacciones es que al ciudadano Atutxa le preocupa, por encima de cualquier otra consideración política, que se mantengan los lazos que unen a los miembros de las distintas facciones herederas del pensamiento de Sabino Arana y conforman la comunidad nacionalista. Es sólo en esta clave en la que cabe interpretar la enigmática frase que cierra el memorial de agravios contenido en su carta: «Penoso cargo siempre, pero más cuando se comparte con el estigma que nos obliga a algunos, desde hace bastantes años, a dedicar parte de nuestro tiempo cada día a evitar que esos supuestos amigos íntimos nos retiren definitivamente el uso de la palabra». Juzguen entonces los lectores si, de tan peculiar personaje, cabía esperar otra cosa que su rebelión contra el Tribunal Supremo, pues el sueño de la nación produce estos esperpentos.
Mikel Buesa, catedrático en la Universidad Complutense de Madrid.
EL CORREO, 11/6/2003