JUAN CARLOS VILORIA-EL CORREO

  • La exitosa serie sataniza el sistema capitalista y hace el juego al populismo

‘El juego del calamar’ es una de las series más populares de Netflix. En menos de un mes ya la han visto 132 millones de personas y se ha convertido en un fenómeno de masas, abriendo un debate sobre su contenido, sus mensajes implícitos y, especialmente, la conveniencia o no de que la vean los menores. Se argumenta que las imágenes de sangre y violencia pueden perjudicar su percepción de la realidad y conducirles a comportamientos de emulación. Con todo, no deja de ser un poco absurdo este temor cuando los menores practican con armas de toda clase en múltiples videojuegos donde la violencia, la muerte y la sangre son el elemento nuclear. Más preocupante parece el código de valores y de conducta que se transmite enmascarado tras una historia de competencia hasta la muerte y de malvados sin rostro.

El éxito de la serie encaja con la mayor demanda de series o películas de horror, que se ha acrecentado durante la pandemia. Pero además esta historia de competencia hace el juego al populismo rampante en una implícita satanización del sistema capitalista y las desigualdades en las sociedades abiertas. Curiosa paradoja porque la plataforma de entretenimiento por suscripción ubicada en California ha obtenido unas ganancias de 765 millones de euros cuando cada capítulo ha tenido un coste de 2,1 millones. Eso no evita que la historia presente a un grupo de oligarcas malignos enmascarados tras caretas de cerdos como depravados millonarios que se divierten contemplando cómo los pobres, marginados, excluidos de la sociedad capitalista se juegan la vida para conseguir el premio del vil metal.

Las actitudes morales que durante la historia pueden surgir, como solidaridad, compañerismo, amistad, acaban rendidas a la avaricia y el egoísmo del dinero. Los concursantes aparecen como peleles manejados por el capital que los arroja a la depravación. Todo se sacrifica al becerro de oro. El mal es el dinero y sus propietarios, para quienes la vida de los otros no vale nada, se dedican a retozar mientras ven cómo son abatidos los concursantes que pierden. Que pierden la partida en un juego infantil donde no se requiere ni talento, ni formación, ni excelencia sino malicia y astucia para neutralizar al competidor. Pim, pan, pum, y al cajón, la incineradora y adiós.

El ‘big data’ tomará nota de la pasión que este tipo de historias ha desatado entre el público y pronto proliferarán como setas en las plataformas de ‘streaming’. Aunque tampoco hay que preocuparse excesivamente porque, como dice el sociólogo Patrick Senécal, con todas las historias de amor que se han llevado al cine, las personas deberían amarse mucho más y no es lo que ocurre. Así que por qué el horror debería tener más influencia que las historias de amor.